En 1954 Grace Kelly rodaba la que fue su despedida: «Country girl», estrenada en España con el título «La angustia de vivir». En el cine «Emilia» de Ciñera —pueblo umbroso y montaraz—, la proyectaron en 1964 junto a otras de parecida excelencia (por ejemplo, el 12/01/1964 se vio «La ciudad cautiva», protagonizada por David Niven; el 14/03/1964, «Una lección de amor», dirigida por Ingmar Bergman; el 13/06/1964, «Juicio Universal», de Vittorio de Sica; el 20/09/1964, «Matar a un ruiseñor», con Gregory Peck). En Chinchilla de Montearagón, cuando aún el incienso de una guerra fratricida impregnaba los ánimos, un hombre, forzado por no se sabe qué (posiblemente la infausta precariedad, o el ansia de correrías que alberga la inmadurez; o quizás engatusado por las interesadas entelequias de algunos de sus «paisanos» (1), que habían regresado para disfrutar las fiestas del cinco de agosto). El caso es que toma una decisión característica de aquel periodo: emigrar. Y así, embarcado en la aventura menos heroica, la de sobrevivir —con veintiséis años, casado y con un chiquillo de casi doce meses—, debió de conjeturar que no le quedaba otra que seguir la estrella del norte: hacerse minero en las montañas de León. En 1954. (Algo parecido a mezclar berzas con capachos o churras con merinas; que bien poco se parecen los crepúsculos manchegos —cargados de arreboles y bien dibujada su línea de horizonte— a las vaporosas y «morrongueras» luces al alba, y noches prematuras, de los recónditos valles gordoneses.)
Y se aplicó en el desatino como nadie, y nadie fue capaz de quitárselo del magín, ni siquiera su esposa; y nadie sabe, a día de hoy, si liar los bártulos con tanta premura fue «lo mejor», pues nadie vislumbra esa «realidad en la que todo está imbricado en todo y el acontecer fluye como una correa sin fin» (2). ¿Fue la guedeja de la ocasión que se le presentó sencillamente humo, del que se agarró para sobrevolar el atascadero en que vivía? Con todo, «el acierto o el error recaen sobre la vida entera, de la cual se siente uno, hasta cierto punto, responsable. Sólo hasta cierto punto, porque esa vida no es "creación", ya que se recibe, se encuentra uno en y con ella, y se hace con las cosas, que en principio no están en la mano de uno y pueden ser decisivamente adversas» (3).
En y con la desesperanza se topó «ese hombre» al tocar suelo en el apeadero de Ciñera. Llegó con poco ato, atado de pies y manos y henchido de sinsabores (a ochocientos kilómetros quedaban mujer e hijo a la espera). Se dirigió a la casa —en La Vid de Gordón— de los inspiradores de la mudanza, beneficiarios y benefactores del trajín en curso, quienes le proporcionaron comida y cama por un módico precio. Tras el largo viaje, a plomo cayó sobre el camastro de su modesto refugio. Estaba cansado. Apagó de un soplo la engañosa luz que la patrona le había puesto sobre la mesilla de noche y miró, buscando quietud, al «séptimo cielo»; mas, en ese instante, un charco de tristezas se apoderó de sus ojos y le hizo entrever el rostro ceñudo de la angustia, el abandono, el fracaso, la preocupación. «Salir de Málaga y meterse en Malagón» no parecía un buen negocio. Sin embargo, ¿qué interés habría de tener el Hacedor de todas las esencias, para llevarle de bien en mal y de mal en peor; a él, hoja seca de un árbol «desahuciado del mundo y de la gloria» (4)? ¿Por qué temer lo que puede y debe suceder? Él no pedía cotufas en el golfo, cosas imposibles; no pedía nada que no fuera humanamente accesible. Pedía levantarse del polvo de la tierra, con su esfuerzo. Sin más.
Y sin menos. «El inmigrante no es simplemente el que se ha ido y ha llegado, sino el que han echado objetivamente mediante el paro y el hambre y que llega a un lugar inhóspito y desconocido para él donde tendrá trabajo y donde pasará menos hambre, pero que pertenece a los mismos que lo expulsaron de su tierra. No obstante, la diferencia es que, en términos individuales, se puede uno escapar de la relación de explotación con mayor probabilidad en el punto de inmigración que en el origen» (5). Esto último él lo presentía, y apostó por el brinco, por la cabriola, «por el cambio»; que habiendo nacido libre no habría de vivir en hoto de otro, sino fiado de sí mismo. Incomprensiblemente, la duda se le apareció en llegando a «la tierra prometida». ¿Se había equivocado? «Después de haber hecho algo, se tiene la impresión imperiosa de haber podido hacer otra cosa» (6).
José —así se llamaba «ese hombre»— quizás no viera otra posibilidad e hizo camino andando y dando palos de ciego. Ahora bien: si persistir entre los suyos con lo suyo —la vida en el campo— era complicado, pues la economía española de aquella década se mantenía «gracias a que el conjunto de los jornaleros agrícolas [recibía] una masa salarial por debajo de los niveles mínimos de subsistencia» (7), desarmar el nido y levantar vuelo —sin alas ni trampolín— no lo era menos. De haber contado hasta diez José, ciertamente «su Nieves» (8) no habría sufrido destierro, que tan abrupto resultó de principio a fin; de haber decidido con la flema y reposo que los bueyes caminan, otro hubiese sido el cuento. Mas, en fin en fin, no hay ucronías que valgan en este ayer imaginado. No hay más: el pobre anda estaciones para vivir trabajando, que no es poco; que siendo de toda imposibilidad imposible cambiar el rumbo de las cosas, mejor armar la paciencia —esa «virtud en que habíamos de estar siempre pensando con grande vigilancia para resistir las tentaciones que nos atormentan dentro y fuera» (9)—. Mejor llegar al ancladero que hundirse en tempestuosas manías, fobias y malquerencias de clase. «¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!» (10).
Volviendo a José, decir que aquella noche durmió poco y mal; perdido en una espesura de sombras y envuelto y revuelto en indómitas pesadillas, fue incapaz de sosegar. Ni siquiera el colchón de borra le borró la sensación de náufrago. A la deriva en una poza preñada de silencios y carbón, desamparado de las armas y sin dinero, dolido y harto de historias, temeroso, habría de sacar fuerzas de flaquezas; que teniendo sólo dos manos no caben fachendas de señorito. Si la diligencia es madre de la buena fortuna, y si en la tardanza está el peligro, ¿qué hacía tumbado en la cama como un muerto? ¡Arriba, «españolito que vienes al mundo»!…
El aroma de algo parecido al «néctar de los dioses blancos», con más achicoria de lo apetecible, le invitó a salir de su tabuco; aún no había sonado «la sirena de las ocho». Sobre la mesa de la cocina, el ama le puso un tazón lleno del mencionado sucedáneo, al cual José añadió un chorro chico de leche condensada; también le había puesto una hogaza de «la Socorro». Cortó un trozo con «herramienta de Albacete», que siempre a mano tenía, y moja que te moja desayunó con gusto, pues no hay «pan duro» cuando se tiene hambre verdadera.
En latiendo la cantera —ruido y polvo, polvo y ruido—; a eso de las ocho, salió José a la «calle sin sol». Sintió escalofríos. (Por el camino del cementerio, melancólico bajaba «Lorenzillo» con ratoniles rayos, señal de agua: se despedía «el veranico» de San Miguel; octubre, llorando, anunciaba el largo invierno de León, que aleja pulgas y piojos, mitiga tufos y congela el habla.) No había traído ropa de abrigo; pero ya se las arreglaría. Levantó el cuello de la americana y con gesto ceñudo —como queriendo espantar males de ojo y piedras del camino— se puso en marcha. Estando como estaba en el fondo del fondo de un fangal rodeado de peñas y riscos, no le quedaba otra que seguir de frente y llevar a buen término su propósito. ¡Ni un paso atrás! Con una idea fija en mente —acercarse hasta las oficinas de la HVL— caminaba conforme a las indicaciones que le había dado la patrona: todo recto sin salirse de la carretera, y en llegando a Santa Lucía, descender por la calle de la estación unos cien metros. Parecía sencillo... ¿«Llegar y besar el santo»?
(De lo que aconteció a José durante aquel oscuro amanecer, nada se me ocurre ahora. No tardando, es posible que «las células grises» continúen fabulando. Entonces, ¿comentaré la supuesta pelotera que mantuvo con el conserje, de su señor fiel escudero, pero desapacible y brusco en el trato con infortunados primerizos? Quizás. De momento queda José camino de «la Dirección», sin par fortaleza de chalets, oficinas, «murallas humanas» y muros —gigantescos muros— de piedra.)
«Cada generación tiene su misión y no necesita hacer tan extraordinarios esfuerzos, que lo sea todo para la anterior y la siguiente. Cada individuo de una generación tiene, como cada día, su carga especial y bastante que hacer con preocuparse de sí mismo» (11). Efectivamente: con ellos mismos, y la venidera prole, mis padres tenían suficientes quebraderos. Habían hallado una puerta de salida, pero ésta les conducía del laberinto a un «cielo negro»; ilusionados lidiaban, pero en medio de la corrida la muleta se transformaba en sierpe, contrariedad y embarazo. Ellos vivieron «tiempos difíciles»; por supuesto, pero ¿cuáles no lo son? Fueron los españoles nacidos entre 1915 y 1945 —«los niños de la guerra», junto a los más jóvenes de la contienda civil— quienes protagonizaron «la andadura de una sociedad particularmente heterogénea, móvil y contradictoria, llena de vitalidad y aspereza» (12); un viaje que transformó a España en «la octava potencia industrial»: un gran avance aun tratándose de industrias «generalmente de tipo sucio, contaminante, [tales] como siderurgia, cemento, químicas, navales» (13), etcétera. «El desarrollo global de la economía española se ha debido sobre todo al enorme potencial de energía acumulado por el excedente campesino en unas cuantas regiones, las más rurales, las que no han levantado cabeza… Este es un hecho clave, sin el cual es imposible entender las vicisitudes de los españoles de la última generación» (14). Y así llegamos a 1975, cuando «el sector terciario empieza a emplear más gente que el industrial, un hecho inédito e irreversible en la historia económica española por cuanto el sector servicios crece con más fuerza» (15). De «la Transición» que nos abocó a la ilusoria —que no ilusionante— democracia, somos responsables, mayormente, los españoles nacidos entre 1945 y 1975 —«niños del pan migao», del pan con vino y azúcar, de los huevos con patatas y del anís en fiestas señaladas—; y somos, además, los agentes nucleares de la penúltima transformación de «este país»: todos «pinches de cocina» y camareros; los «titulados» se van y los «sin título» arriban. Si el vulgar, tosco y populachero rumbo ya se vislumbraba, tal y como indica don Amando de Miguel, jamás creí que acabáramos en puerto tan cutre y desintegrador, tan malandrín. Mi padre arriesgó en 1954 con una mutación radical de su «modus vivendi»; servidor retozó en el vacío votando por «el clan de la tortilla» un 28/10/1982. Posiblemente, ambos cometimos el mismo error de juventud: soñar despiertos.
«Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar» (16). Había una vez un reino de reinos llamado «Rescoldopicón», un circo, una tramoya, un mercado de naderías donde aprendieron a mentir y les gustó; un país sin espejos en que dando patadas a la realidad ponían «el parche antes del grano», estaban «en misa y replicando» de «donde digo Diego digo digo». En aquella farándula enredadora escupían mocos groseros y fango; y algunas hijas de la ociosidad pinchaban, picaban y picardeaban soltando bufidos, respingos e imprudencias en torno al río Jordán y mar Mediterráneo cual filósofas futboleras. Jugaban a las damas, a la brisca y al tú te callas, y con el futuro de los españoles, en un socavón anejo a «las calderas de Pedro Botero». Y colorín colorado, «de esos lodos vienen estos polvos» (17) irrespirables.
«Todo anda envuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanzas los unos con los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra» (18). De nuevo, en andanadas andamos. ¡Volvemos a las andadas! Y andando andando —de quijotada en quijotada— progresamos adecuadamente hacia la cosa dramatizada y solemne. «Se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos» (19). De seguir así, serán «llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre» (20).
¿Democracia este engendro de partidas? ¿Esta cueva de baba batasuna? ¡Que baje Dios y lo vea! Pronto cumplirá diez lustros —medio siglo— este monstruo con diecisiete cabezas, que ha trocado el vivir en un cuadrado redondo del infierno. En aquella madrugada del 20/11/1975 nunca jamás se me hubiera ocurrido que lo que asomaba la patita por el horizonte no era «Libertad sin ira», sino cárcel de rencores, tirrias y ojerizas. Se apartan los riscos, se dividen y abajan las montañas para dar paso al excelentísimo señor de la limpieza. En este adefesio de mayorías «ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates» (21), todo es susceptible de empeorar.
«Seis cosas hay que aborrece Yahveh, y siete son abominación para su alma: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que profiere calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos.» (22)
(1) En la página 56 de su libro «40 años después» (Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976) dice don Amando de Miguel: «Se ha exagerado mucho el drama del desarraigo cultural que supone el que el emigrante se aísle de su pueblo o de su familia de origen. La verdad es que ese modelo del emigrante individual no corresponde a la realidad. Lo que sucede más bien es que el emigrante se traslada con la familia, o impulsado por algún pariente que ha dado antes el salto y que le coloca en el lugar de destino, donde enseguida se relaciona con otros "paisanos"...Candel cuenta el hecho de muchas zonas industriales catalanas en las que los inmigrantes se agrupan en bloques de una misma provincia y a veces de un mismo pueblo». Abundando en la misma idea, destacar que fueron muchas las familias, procedentes de Chinchilla y sus alrededores, que se juntaron en La Vid, Ciñera y Santa Lucía. Podríamos decir que formaron una pequeña colonia cuyos miembros, inicialmente, compartían espacios y tiempos, apoyándose.
(2) En la página 14 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(3) En la página 25 de «Tratado de lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.
(4) Título que lleva un libro de Torres Villarroel, del que tomaré notas próximamente.
(5) En la página 63 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(6) En la página 24 de «Lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.
(7) En la página 55 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(8) Cuando había que referirse al cónyuge o a los hijos, era costumbre manchega utilizar posesivo más nombre. «Su Nieves», decía José. Por la que bebía los vientos. Para ella escribía versos como estos: «A mi querida pequeña: Mira esta foto chiquilla, / porque en ella encontrarás / el corazón de un morito / palpitando sin cesar; / y en sus latidos cobija / tu recuerdo sin igual, / confiando en un mañana / lleno de felicidad. Tu José.» (Un romance tierno y esperanzado. Era el año de 1951; en Inca, Palma de Mallorca; durante la mili.)
(9) En la página 305 de «Vida del escudero Marcos de Obregón». Vicente Espinel. Promoción y Ediciones. Madrid, 1980.
(10) En la página 680 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
(11) En la página 21 de «El concepto de angustia». Sören Kierkegaard. Espasa Calpe Ediciones; Madrid, 1982.
(12) En la página 15 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(13) En la página 69, ídem.
(14) En la página 68, ídem.
(15) En la página 72, ídem.
(16) En la página 262 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
(17) Mal se llevan los miembros —y «miembras»— del Gobierno con el refranero; no dan pie con bola. Si don Sánchez zangolotea por el mismo, el resto vaga vageando.
(18) En la página 28 de «Lazarillo de Tormes». Promoción y Ediciones. Madrid, 1980.
(19) En la página 549 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
(20) En la página 548, ídem.
(21) En la página 577, ídem.
(22) Proverbios 6: 16-19. En la página 863 de «Biblia de Jerusalén». Editorial Española Desclée de Brouwer; Bilbao, 1977.