“Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en plata, para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta… Contando por los dedos, es capaz de reducir a números todo el orden moral, y la conciencia y el alma toda.” (Galdós. “La familia de piedra”, capítulo IV de MARIANELA.)
viernes, 13 de septiembre de 2024
Consejas
domingo, 18 de agosto de 2024
«Mostaza» (don Victorino, segunda parte)
En tierra dura y de azotes amoratada, donde no hay fiesta sino en el barro y los carámbanos son de aúpa ―¡aúpa Hullera!, dice un señor que fuma en pipa mientras los jugadores sobre fangal corren y patean el balón de riguroso cuero―; en tierra severa y de castigos ennegrecida cae un humilde grano de mostaza. Estamos a finales de los cincuenta, recién inaugurada la iglesia construida por don Emilio, a punto de publicar su nº 1 la revista Hornaguera, donde nuestro párroco ensayará como escritor. Del Seminario ―cuando es el obispo Almarcha eje político-religioso― nos viene un principiante como pescador de hombres, un abnegado soldado de Cristo; pero así como desea echar raíces y buscar en la oración el bien de todos sus feligreses, asimismo esconde un algo indescifrable ―una multitud de anhelos, un sinnúmero de figuraciones―, una impaciencia que le hace ir más allá de sus votos y almibarar cierto mejunje obrerista que despierte al manso, al explotado, al menesteroso. Quiere ser otra cosa. ¿Quiere la luna?
En los sesenta, década llena de prodigios, habita entre nosotros. Llega de negro hasta los tobillos a finales de los cincuenta; desaparece, agiornado hasta la coronilla, en 1973. Hablo de don Victorino, quien con sotanilla de peón albañil ―en 1970― baja del púlpito y se nos sube al psicodélico andamio de la Iglesia suicida, en ONG resucitada. En nuestra parroquia parda, bajo un cielo cazurro y cicatero, ¿qué absurdo están regalando tiempos de Concilio? Mejor guardo silencio, pues son materias recónditas: lo mismo dan de sí conocidas que ignoradas. Tal vez por malaventura comienza el baile de hábitos y ropones un veinticinco de enero de 1959, fecha en que Juan XXIII anuncia en la basílica de San Pablo Extramuros, a los Cardenales, su propósito de llamar a capítulo; se «masoneriza», se «zurderiza», se extravía Pablo VI cuando acepta de nuevo el movimiento de curas-obreros nacido en los cuarenta.
Pues bien: de todo lo anterior, chiquillo de mis entrañas, nada entendemos; nada somos capaces de sentir. Lo que pasa por las chollas de los amos desamados, que se lo coman con su pan. Por tanto, aprovecha que hoy es domingo. Aparca la bicicleta y el balón; aparca los juegos y deja de arrastrarte por la ceniza; aparca los deberes de la escuela y los «mandaos». Pero ándate con cuidado: tocan a misa de 10:30 y es obligada para los niños ―género epiceno―. Y a ti te gusta, no se te hace pesada; te abre las puertas de la gloria. Sobre todo esta mañana dominical de junio, porque don Victorino te ha elegido para leer los Evangelios, que transitan por la parábola del grano de mostaza:
―El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que un hombre siembra en su campo. Es la más pequeña entre todas las semillas; pero una vez que se ha desarrollado es la más grande de todas las hortalizas. Y llega a hacerse arbusto, de modo que las aves del cielo vienen a posarse en sus ramas. (Mateo 13: 31-33)
―No está mal, guajín. Lo harías mejor si no te formaras ese taco morrocotudo con los números sembrados entre las frases (que, cuidadito con ellos, no están para ser leídos); te falta un poquito de fuerza y te sobran nervios. Aunque no importa: con los años todo se aprende y nada se sabe… (No sé si llevas la propina. ¿Llevas las dos pesetas? Guárdalas bien para comprarte las pipas y los frescolines. No creas que no me sé lo que te cuestan; en ocasiones, cientos de pasos en torno a la mesa de la cocina. En la casa del achuchado, conseguir es tedioso y cáustico. Nadie regala nada.)
En tu pueblo y el mío brotó aquel grano de mostaza, y no tuvo tiempo de hacerse arbusto, y las aves del cielo no se posaron en sus ramas. En tu pueblo ―ángel mío― se amustió el florido pensil, se agostó la inocencia, y la casa del Señor se puso al día engendrando la noche. Crecieron por doquier curas-obreros, que no eran obreros ni curas sino... ¿liberados sindicales?
―Creo que no ves blanco. ¿Por qué les tienes tanta ojeriza, tanto enojo, tanto rechazo a quienes hacen de la injusticia el motor de sus anhelos; aunque se les llene la boca con perogrulladas como explotadores y explotados?
―No hay razón y sí muchas razones, y todas las guardo bajo llave; otro día te abro la caja de los truenos. Ahora te pido ayuda para encontrar una explicación a estas metempsicosis, a estas mutaciones, a estas mudanzas enloquecidas de nuestro cura; por eso he de centrarme. Sabes bien que si me dejara llevar…
―Ya, ya, céntrate la palabra y sigue con tu aparte. Pareces un presentador de televisión encantado de haberse conocido, que hace aspavientos y hace la ojiva como si en ello le fuese la salud. Si te dejaras llevar, talludito de mis agonías, lleno como estás de yerros negros como el carbón, ¿qué harías?
―Nada, lo sabes bien: no soy de los que atizan el fuego con la espada ni piedra que ladre.
―¡A otro perro con ese hueso, vejestorio! Las piedras no hablan. A mí no me la das, Caifás; no me fío de ti. ¡Olvídame!
―No puedo borrarte de mi memoria; y allá tú si desconfías. Has de saber que la duda es la esencia de lo inerte: quien duda, la palma. ¿Sabes que un poco de fe nunca viene mal? Revivifica y llena los vacíos de rutinas, quehaceres y demás remedos. Así que hagamos algo. ¡Ponte las pilas!
―¡Qué modernidades las de mi futurible «don Arrugao»!
―No me sises argumentos y vayamos al grano. ¿Te parece bien que juntos descifremos el embrollo, la maraña, el babel de nuestro párroco analizando minuciosamente sus artículos? Pues manos a la obra.
El primero se titula Oración ante un montón de carbón, publicado en el nº 18 (febrero de 1962), cuando la Empresa pretende ―a partir del nº 17― ordenar y normalizar su revista Hornaguera, rearmarla contratando los servicios de un mercenario de la pluma, don Victoriano Crémer; y dotarla de todos aquellos atractivos que la hagan especialmente deseable. Mas lo cierto es que destacados eventos ―la medalla de oro al mérito del trabajo y la programada visita de Franco― hacen que los máximos responsables caigan en el artificio de que la mejor opción es jugar sobre seguro: ir de la mano de un autor reconocido, que sepa dar realce a tales efemérides (en los números 17 y 25 respectivamente). Creo que no aciertan, malogrando un proyecto inicialmente prometedor. A mi juicio, Víctor León ―tal es el seudónimo del señor Crémer―, cuya primera medida es el cambio de imprenta ―de Mijares a Casado― carece de objetivo sereno y franco, y tiene otras inquietudes, otros afectos: es de otra cuerda. Su elección constituye una verdadera pifia; sobre todo porque tenemos entre nosotros a un hombre más leal, sin fingimientos, próximo al mundo editorial y con una prosa que no se extravía en manierismos ni florituras (más idónea, por tanto, al fin pretendido). Me refiero a don Ángel Sabugo. Aunque no es esto de lo que quiero hablar, sino de Oración ante un montón de carbón:
«Tengo ojeriza, Señor, al carbón ―escribe premonitoriamente don Victorino― y me va a resultar difícil hacer oración ante ese montoncito que han dejado a mi puerta». No cabe duda que acierta: hoy en día, ¿quién no le tiene malquerencia? En febrero de 1962 da en el clavo cuando, por tres veces, nos dice: «tengo antipatía al carbón»; cuando escribe: «¿Cómo quieres que tus esforzados hijos ―obreros y empresarios― oren ante esas negras montañas, gigantes siempre con mal ceño y amenazantes?» (Menos mal que los empresarios son, aún, esforzados hijos; menos mal que hay una parte donde su opinión respecto del oscuro rorro mejora considerablemente: «Cuando al venir de la calle ―escribe―, aterido de frío, me arrimo a la cocina en un día de invierno te doy gracias Señor, por esta criatura».)
El segundo es «Oración ante un padre», publicado en el nº 19 (marzo de 1962). ¿Se trata de una sencilla e inocente reflexión en torno a la santidad? Antes de comentar, hete aquí un pequeño resumen de copio y pego: «La tarde está espléndida. Hoy no me pierdo el paseo. Además es jueves; los jueves los niños no tienen clase… En la plaza me encuentro a Antonio que viene de la mina… Antonio es el padre de Juanito… Le echo una mirada para ver si me sirve. Para la idea de la oración… Me preocupa un poco el tema de la revista… Tengo… ganas de salir al sol… ¿Qué camino? Mejor el del Valle… El sol se nubla un poco… Vuelta con la oración. Y todo por culpa del sol que se nubla y de este marzo endiablado. Ellos han traído a mi mente ese torbellino de ideas… Dialogo conmigo… No voy a perder el tiempo. Antonio no me sirve para el artículo… El pantalón sucio, la chaqueta remendada y la cara llena de carbón… Quién se pone a rezar ante un santo así… Canto… Oración se hace delante de los santos… Antonio no es un santo… San Pablo no diría lo mismo. Él llamaba, a los bautizados, santos… Estáis acostumbrados a hacer oración delante de los santos de cartón-piedra… La oración se hace tranquilamente en el templo y no en el paseo del jueves ante un minero. ¿Es que el mundo no es el templo de Dios? ¿Es que Antonio no es templo de Dios vivo? ¿O es que tú no lees a San Pablo que dice: “no sabéis que sois templos de Dios”?… Elijo la idea»... Veamos. Creo que nuestro cura se hace trampas en su particular soliloquio por el camino del cementerio. Su trajín mental es ficticio, una tapadera; ya conoce la solución: «Antonio, obrero, padre de Juanito, santo… me sirve para hacer oración». Se le notan incontenibles ganas de ponerse al día y reducir liturgias, de quitar misterio a lo sagrado.
El tercero ―donde la firma ya no es «V. Berzosa» en la cabeza del escrito, sino un «V.B.» de incógnito al final― se publica en el nº 20 (abril de 1962); «Juanito conjuga el verbo sufrir» es su título. [...]
Llegamos al cuarto en el nº 31 (marzo de 1963), con un escrito titulado «Solo»; sin firma, pero a mi entender su autor es don Victorino, por tema y estilo. [...]
El quinto en el nº 44 (abril de 1964), donde tenemos a «Mostaza» por vez primera en «Carta a un escritor». [...]
El sexto en el nº 45 (mayo/1964), «Bachiller para chicas», un artículo donde tímidamente roza el tema de la liberación de la mujer. [...]
En el séptimo protagoniza un raro debate sobre «La Natalidad» ―números 49 (septiembre de 1964) y 50 (octubre de 1964)―, cuando las familias numerosas son lo habitual. [...]
El octavo ―mitad de dieciséis― lleva por título «Curas progresistas», en el nº 53 (enero de 1965). [...]
(Queda rellenar los corchetes para otro día...)
sábado, 1 de junio de 2024
La angustia de vivir
En 1954 Grace Kelly rodaba la que fue su despedida: «Country girl», estrenada en España con el título «La angustia de vivir». En el cine Emilia de Ciñera ―pueblo umbroso y montaraz―, la proyectaron en 1964 junto a otras de parecida excelencia (por ejemplo, el 12/01/1964 se vio «La ciudad cautiva», protagonizada por David Niven; el 14/03/1964, «Una lección de amor», dirigida por Ingmar Bergman; el 13/06/1964, «Juicio Universal», de Vittorio de Sica; el 20/09/1964, «Matar a un ruiseñor», con Gregory Peck).
En Chinchilla de Montearagón, cuando aún el incienso de una guerra fratricida impregnaba los ánimos, un hombre, forzado por no se sabe qué (posiblemente la infausta precariedad, o el ansia de correrías que alberga la inmadurez; o quizás engatusado por las interesadas entelequias de algunos de sus «paisanos» (1), que habían regresado para disfrutar las fiestas del cinco de agosto). El caso es que toma una decisión característica de aquel periodo: emigrar. Y así, embarcado en la aventura menos heroica, la de sobrevivir ―con veintiséis años, casado y con un chiquillo de casi doce meses―, debió de conjeturar que no le quedaba otra que seguir la estrella del norte: hacerse minero en las montañas de León. En 1954. (Algo parecido a mezclar berzas con capachos o churras con merinas; que bien poco se parecen los crepúsculos manchegos ―cargados de arreboles y bien dibujada su línea de horizonte― a las vaporosas y «morrongueras» luces al alba, y noches prematuras, de los recónditos valles gordoneses.)
Y se aplicó en el desatino como nadie, y nadie fue capaz de quitárselo del magín, ni siquiera su esposa; y nadie sabe, a día de hoy, si liar los bártulos con tanta premura fue «lo mejor», pues nadie vislumbra esa «realidad en la que todo está imbricado en todo y el acontecer fluye como una correa sin fin» (2). ¿Fue la guedeja de la ocasión que se le presentó sencillamente humo, del que se agarró para sobrevolar el atascadero en que vivía? Con todo, «el acierto o el error recaen sobre la vida entera, de la cual se siente uno, hasta cierto punto, responsable. Sólo hasta cierto punto, porque esa vida no es "creación", ya que se recibe, se encuentra uno en y con ella, y se hace con las cosas, que en principio no están en la mano de uno y pueden ser decisivamente adversas» (3).
En y con la desesperanza se topó «ese hombre» al tocar suelo en el apeadero de Ciñera. Llegó con poco ato, atado de pies y manos y henchido de sinsabores (a ochocientos kilómetros quedaban mujer e hijo a la espera). Se dirigió a la casa ―en La Vid de Gordón― de los inspiradores de la mudanza, beneficiarios y benefactores del trajín en curso, quienes le proporcionaron comida y cama por un módico precio. Tras el largo viaje, a plomo cayó sobre el camastro de su modesto refugio. Estaba cansado. Apagó de un soplo la engañosa luz que la patrona le había puesto sobre la mesilla de noche y miró, buscando quietud, al «séptimo cielo»; mas, en ese instante, un charco de tristezas se apoderó de sus ojos y le hizo entrever el rostro ceñudo de la angustia, el abandono, el fracaso, la preocupación. «Salir de Málaga y meterse en Malagón» no parecía un buen negocio. Sin embargo, ¿qué interés habría de tener el Hacedor de todas las esencias, para llevarle de bien en mal y de mal en peor; a él, hoja seca de un árbol «desahuciado del mundo y de la gloria» (4)? ¿Por qué temer lo que puede y debe suceder? Él no pedía cotufas en el golfo, cosas imposibles; no pedía nada que no fuera humanamente accesible. Pedía levantarse del polvo de la tierra, con su esfuerzo. Sin más.
Y
sin menos. «El inmigrante no es simplemente el que se ha ido y ha llegado, sino
el que han echado objetivamente mediante el paro y el hambre y que llega a un
lugar inhóspito y desconocido para él donde tendrá trabajo y donde pasará menos
hambre, pero que pertenece a los mismos que lo expulsaron de su tierra. No
obstante, la diferencia es que, en términos individuales, se puede uno escapar
de la relación de explotación con mayor probabilidad en el punto de inmigración
que en el origen» (5). Esto último él lo presentía, y apostó por el brinco, por
la cabriola, «por el cambio»; que
habiendo nacido libre no habría de vivir en hoto de otro, sino fiado de sí
mismo. Incomprensiblemente, la duda se le apareció en llegando a «la tierra
prometida». ¿Se había equivocado? «Después de haber hecho algo, se tiene la
impresión imperiosa de haber podido hacer otra cosa» (6).
José
―así se llamaba «ese hombre»― quizás no viera otra posibilidad e hizo camino
andando y dando palos de ciego. Ahora bien: si persistir entre los suyos con lo
suyo ―la vida en el campo― era complicado, pues la economía española de aquella
década se mantenía «gracias a que el conjunto de los jornaleros agrícolas
[recibía] una masa salarial por debajo de los niveles mínimos de subsistencia»
(7), desarmar el nido y levantar vuelo ―sin alas ni trampolín― no lo era menos.
De haber contado hasta diez José, ciertamente «su Nieves» (8) no habría
padecido el desarraigo (que tanto dolor les causó: a ella, por ser mujer y
apegarse a la familia ―sobre todo a su madre, viuda desde 1936, y a su hermana
mayor―; y por supuesto a él, aunque supiera ocultarlo); de haber pensado con la
flema y reposo que los bueyes caminan, otro hubiese sido el cuento. (Mas, en
fin en fin, no hay ucronías que valgan en este ayer imaginado. No hay más: el
pobre anda estaciones para poder vivir trabajando, que no es poco; que siendo
de toda imposibilidad imposible cambiar el rumbo de las cosas, mejor armar la
paciencia ―esa «virtud en que habíamos de estar siempre pensando con grande
vigilancia para resistir las tentaciones que nos atormentan dentro y fuera»
(9)―. Mejor llegar al ancladero que hundirse lastrado de manías, fobias y
malquerencias de clase. «¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las
virtudes!» (10).)
Aquella
noche, José durmió poco y mal; perdido en una espesura de sombras y envuelto y
revuelto en indómitas pesadillas, fue incapaz de sosegar. Ni siquiera el
colchón de borra le borró la sensación de náufrago. A la deriva en una presa
preñada de silencios y carbón, desamparado de las armas y sin dinero, dolido y
harto de historias, temeroso, habría de sacar fuerzas de flaquezas; que
teniendo sólo dos manos, no caben fachendas de señorito. Si la diligencia es
madre de la buena fortuna, y si en la tardanza está el peligro, ¿qué hacía
tumbado en la cama como un muerto? ¡Arriba, «españolito que vienes al mundo»!…
El aroma de algo parecido al «néctar de los dioses blancos», con más achicoria
de lo apetecible, le invitó a salir de su tabuco; aún no había sonado «la
sirena de las ocho». Sobre la mesa de la cocina, el ama le puso un tazón lleno
del mencionado sucedáneo, al cual José añadió un chorro chico de leche
condensada; también la dueña le había puesto una hogaza de «la Socorro» (aún
con el obrador en La Vid). José cortó un trozo con «herramienta de Albacete»,
que siempre consigo tenía, y moja que te moja desayunó con gusto, pues no hay
«pan duro» cuando se tiene hambre verdadera.
En
latiendo la cantera ―ruido y polvo, polvo y ruido―; a eso de las ocho, salió José
a la «calle sin sol». Sintió escalofríos. (Por el camino del cementerio,
melancólico bajaba «Lorenzillo» con ratoniles rayos, señal de agua: se despedía
«el veranico» de San Miguel; octubre, llorando, anunciaba el largo invierno de
León, que aleja pulgas y piojos, mitiga tufos y congela el habla.) No había
traído ropa de abrigo; pero ya se las arreglaría. Levantó el cuello de la
americana y con gesto ceñudo ―como queriendo espantar males de ojo y piedras
del camino― se puso en marcha. Estando como estaba en el fondo del fondo de una
poza, rodeado de riscos, no le quedaba otra que seguir de frente y llevar a
buen término su propósito. ¡Ni un paso atrás! Con una idea fija en mente ―acercarse
hasta las oficinas de la HVL― caminaba conforme a las indicaciones que le había
dado la patrona: todo recto sin salirse de la carretera, y en llegando a Santa
Lucía, descender por la calle de la estación unos cien metros. Parecía
sencillo. ¿«Llegar y besar el santo»?…
(De lo que aconteció a José durante aquella mañana gris, haré ficción en cuanto me sea llevadero. En la misma comentaré la pelotera que mantuvo con el conserje ―de su señor fiel escudero, pero desapacible y brusco en el trato con infortunados primerizos―, la cual se desarrolló en el hall de lo que se conocía como «la Dirección», sin par fortaleza de chalets, oficinas, «murallas humanas» y muros ―gigantescos muros― de aviso.)
(1) En la página 56 de
su libro «40 años después» (Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976) dice don
Amando de Miguel: «Se ha exagerado mucho el drama del desarraigo cultural que
supone el que el emigrante se aísle de su pueblo o de su familia de origen. La
verdad es que ese modelo del emigrante individual no corresponde a la realidad.
Lo que sucede más bien es que el emigrante se traslada con la familia, o
impulsado por algún pariente que ha dado antes el salto y que le coloca en el
lugar de destino, donde enseguida se relaciona con otros "paisanos".
Candel cuenta el hecho de muchas zonas industriales catalanas en las que los
inmigrantes se agrupan en bloques de una misma provincia y a veces de un mismo
pueblo». Abundando en la misma idea, destacar que fueron muchas las familias,
procedentes de Chinchilla y sus alrededores, que se juntaron en La Vid, Ciñera
y Santa Lucía. Podríamos decir que formaron una pequeña colonia cuyos miembros,
inicialmente, compartían espacios y tiempos, apoyándose.
(2) En la página 14 de
«40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(3) En la página 25 de
«Tratado de lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.
(4) Título que lleva un
libro de Torres Villarroel, del que tomaré notas próximamente.
(5) En la página 63 de
«40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(6) En la página 24 de
«Lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.
(7) En la página 55 de
«40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(8) Cuando había que
referirse al cónyuge o a los hijos, era costumbre manchega utilizar posesivo
más nombre. «Su Nieves», decía José. Por la que bebía los vientos. Para ella
escribía versos como estos: «A mi querida pequeña: Mira esta foto chiquilla, /
porque en ella encontrarás / el corazón de un morito / palpitando sin cesar; /
y en sus latidos cobija / tu recuerdo sin igual, / confiando en un mañana /
lleno de felicidad. Tu José.» (Un romance tierno y esperanzado. Era el año de
1951; en Inca, Palma de Mallorca; durante la mili.)
(9) En la página 305 de
«Vida del escudero Marcos de Obregón». Vicente Espinel. Promoción y Ediciones.
Madrid, 1980.
(10) En la página 680 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
domingo, 14 de enero de 2024
Cápsula de rutinas
De
lo que ya se fue por la sangradura, quisiera evocar la noche de San Miguel del año 1973, cuando inicié mi travesía ―que duró tres cursos― por el lodo
coruñés. Son lances que reverdecen injertados en el ahora. Salí de León hacia las dos de la madrugada, en
el Expreso que venía de Hendaya; llegué
a mi destino fuera de horario y fuera de mí. En arribando el convoy a la
estación, lo primero que hice fue buscar los vagones de La Coruña ―venían también los de Vigo― y una vez a bordo, husmear
un camarote reposado. Esto último no era sencillo: los ocupantes dormían a
pierna suelta ―o lo simulaban― y no querían intrusos (en campo yermo no brotan
simpatías: «no hay caridad ni nunca la ha
habido, ni nunca la habrá» (3); en tierra de nadie, pies de plomo). Gracias
a Dios abrí la portezuela de un compartimento en que sus ocupantes no
protestaron demasiado y pude acomodarme, ya que había plazas libres. De una
circunstancia me di cuenta enseguida: un buen porcentaje de los viajeros éramos
estudiantes, cojeábamos del mismo pie; pero no todos de idéntico modo. Por
serme familiar su cojera, conecté con dos o tres compañeros de viaje, que
fueron buenos amigos hasta que concluimos el COU; y corté, haciendo mutis,
cuando se trataba de cojos raros a mi entender. Salvo la inesperada retención
de unas tres horas en San Miguel de las
Dueñas ―que al estar en fiestas me trajo a la cholla el pueblo mío― no hubo
nada reseñable: diríase que se trató de un episodio intrascendente, ni pesado
ni dramático. Aunque no del todo. Desgraciadamente, al llegar me vi golpeado
por un «cambio climático» imprevisto:
de rebato, el peso del aire sobre mi cabeza era superior a lo acostumbrado en
las montañas gordonesas, y la humedad ―ruina de huesos y articulaciones― me
despertó la escoliosis y la lesión cervical, que ya entonces sin saberlo
padecía. Me hicieron añicos las susodichas variables del clima. Cuando bajé del
tren, sentía un fuerte dolor intercostal que afectaba mi lado izquierdo, con
mano zurda hecha un jirón, y estaba mareado como un trompo: a mi alrededor todo
daba vueltas; ni siquiera pude ver la vía muerta, finiquitada. Con equipaje
hasta la coronilla cual burro de carga, proseguí a tientas, pegado al retintín
de quienes me precedían en la espontánea ristra de futuribles. Finalmente, pude
subir a uno de los autocares que nos habían puesto rumbo a la Universidad
Laboral «Crucero Baleares».
Sobre
mi estancia en Galicia, quedo en el punto anterior; abandono momentáneamente lo
que será materia para otro escrito. Y ahora, sin más, retrocedo en el
calendario: me voy al 27/09/1973, a
las cinco de la tarde, una hora en que la ignorancia sale de su nido y Eolo se lleva los algodones del cielo.
En aquel instante, sentado en la barandilla del colegio «Santa Bárbara» me
abanicaba de vientos. Mirando la Peña el
Castro, embelesado, hacía cábalas sobre las vueltas y revueltas que daría
mi persona, poniéndome lustros y medallas como quien se pone un cucurucho en la
cocorota, sin conciencia de caídas, mermas ni malas compañías o pésimos
consejeros. Asimismo, en aquel instante, me dediqué a reestructurar mi credo
mientras imaginaba el crucifijo de mi habitación, con ese dios más fuerte que
todos mis problemas juntos. No sabía de nada y creía ser Aristóteles, con «dieciséis años» (4) recién cumplidos y
las orejas infectadas de sonsonetes. ¿Qué podía entender? Ciertamente poca
cosa. Sin embargo, en tales fechas un servidor era diestro habitando soledades
y casas sin aire, y ganando el «pan
migao», y por supuesto preparando maletas. Maletas ¡sin ruedas!, que a
pulso he llevado tantos «días sin vida»
por caminos de hierro.
¿Sería
mi existencia tal y como la soñaba en aquel instante? No, porque nunca he sido
adivino; y además, «¿quién sabe lo que conviene al hombre durante los días
contados de su vano vivir, que él los vive como una sombra?» (5). Y como yerta
sombra he vivido desde aquella tarde: hibernando en una cápsula de rutinas. Y
es hoy que ha despertado el durmiente (6)
―un servidor―, medio siglo después, y ha visto un mundo que no le agrada, una
realidad que no es sino purgatorio reflejado en negros espejos, ante lo cual
únicamente cabe seguir llenando el magín de sencillas remembranzas, tiernas y
amables, de luz. Hete aquí un ejemplo:
Cuando
inicié 7º de Primaria ―un año más, el tercero, en la clase de don Gregorio― sucedió un imprevisto: el
genio de mis entelequias echó sus dados y sacó mi número. Era mi ocasión.
¿Instituto? ¡Instituto! Y al son de músicas seráficas ―cual ministrín sin
cartera― marché hacia el colegio de Santa Lucía. Me recibieron don Feliciano y el señor Domingo, quienes entregándome libros y algunos cuadernos
me situaron en la clase de 1º, donde mis ya casi condiscípulos tanteaban las
Ciencias Naturales, con don Carlos;
era la segunda hora ―la tercera y última sería Francés, con doña Cecilia―. Horas tontas, horas en
que mi universo era oír, ver y callar mirando, con el rabillo del ojo
izquierdo, las vagonetas del plano inclinado: almas de metal que subían los
desechos al cielo y bajaban los vacíos a la tierra, besando con sus ruedas los
coruscantes raíles, produciendo una música extraña, un quejido periódico,
discreto, agridulce.
Hacer
caricatura del pasado no me gusta; rasgar el hábito adquirido, renegar de lo
que soy por razón de una etapa gris que me tocó en suerte, mucho menos. Es
anhelo mío, desde que nací, conformar el ánimo con lo vivido. Algunos tachan de
ridículos determinados usos y costumbres del ayer: decir al respecto que todas
las épocas tienen componentes risibles, fachosos, chuscos; si el «franquismo»
los tuvo, con mayor claridad se manifiestan en el «sanchecismo» (7), por muchos
velos y votos que pongan para ocultar lo evidente. La deslealtad, el engaño y
la violencia son hoy el pan nuestro de cada día. Menos respeto a la vida humana
y sentido del humor, este presente lleva de todo en la talega. Que nada espere sino
desolación, quien se avergüenza de los suyos y aleja de su seso la hoja de
parra que sus padres le han dado.
Huyendo de enemigos
cazadores,
una cierva ligera
siente, ya fatigada en
la carrera,
más cercanos los perros
y ojeadores.
No viendo la infeliz algún
seguro
y vecino paraje
de gruta o de ramaje
crece su timidez, crece
su apuro.
Al fin, sacando fuerzas
de flaqueza,
continúa la fuga
presurosa;
halla al paso una viña
muy frondosa,
y en lo espeso se
oculta con presteza.
Cambia el susto y pesar
en alegría
viéndose en paz y a
salvo en tan buen hora:
olvida el bien, y de su
defensora
los verdes y anchos
pámpanos comía.
Mas ¡ay! que de esta
suerte,
quitándose las hojas de
delante,
abrió puerta a la
flecha penetrante
y el listo cazador le
dio la muerte.
Castigó con la pena
merecida
el justo cielo a
aquella cierva ingrata. (8)
(1) Página 33 de la
revista Hornaguera nº 64, diciembre
de 1965.
(2) Eclesiastés 3: 15-16, en la Biblia de
Jerusalén.
(3) En la película «Plácido», de Berlanga, frase del
villancico final.
(4) Canción de 1973,
compuesta por Danny Daniel e
interpretada por él mismo; aunque fue Julio
Iglesias quien verdaderamente la hizo grande.
(5) Eclesiastés 6: 12-13, en la Biblia de
Jerusalén.
(6) Cfr. «Cuando el durmiente despierte».
Distopía de H. G. Wells en que se
basó Woody Allen para su película.
(7) Llamo al orden
sobre un error a la hora de formar palabras por derivación: de César es
«cesarismo»; de Pujol, «pujolismo»; de Puigdemón, «puigdemonismo»; luego de
Sánchez, «sanchecismo», no «sanchismo»
(Sancho era buen español y «filósofo de la sensatez»).
(8) «La cierva y las viñas», en la página
91 de «Fábulas de Samaniego». Editorial
Everest, 1971.
domingo, 10 de septiembre de 2023
Dieciocho de julio de 1957
Dieciocho de julio de 1957.
Mis padres, mis hermanos, y un servidor esperando al treinta de agosto. Son las Fiestas de Santa Lucía. La foto es obra de García (no puedo asegurarlo porque no tengo en mis manos la de
papel para comprobar el sello). Han pasado sesenta y seis julios desde aquella
jornada festiva; de todos ellos podría contar muchas cosas, pero cuando el
humor sea propicio. Ahora que veo a España en la desembocadura ―donde se la
tragará el mar con sus grandes tragaderas, si nadie pone remedio―, lo que mi
antojo demanda es comentar el presente julio, tan plagado de malos augurios.
Aunque afortunadamente se agosta.
Agosto de 1967
Agosto de 1967,
muy cerca de la Peña Colorada, cuando todo el monte nos parecía orégano y el té de
roca era singular remedio para molestias del baúl; calzábamos por
entonces playeras Keds, y el calor no era una ola ni efecto sañudo de cambios climáticos sino rutina
veraniega para freír el rostro, endulzar el mosto y hacer el tonto llenando el
botijo ―gota a gota― en la fuente de las Nieves. Cuando agosto
venía soleado y brillante nos ponía de buen talante, pero con pocas ganas de
trabajar: no queríamos ir a por leña al Faedo
ni sacar agua del pozo. Mas, ¡qué remedio! Nos apretaba la necesidad y nos
retenía el truco del miedo, guardián de la viña. Y así, pringábamos el estío
pujando sacos de astillas, hierba para los conejos y barriendo gallinaza, o
regando la huerta, pues en agosto es obligado, llueva o no llueva. Pero no todo
eran ataduras: cuando Apolo buscaba
su nido tras el picacho del repetidor, a eso de las siete de la
tarde, jugábamos el habitual partidillo en la plaza ―la de los coches de choque
y el teatro Lara Yuki, la que
tristemente murió en 1970―. ¡Cuántos goles, pateos y coceduras! El equipo de la
orilla del río contra el de la carreterina; los de Correas
contra los de Santos; barrio contra barrio; furibunda pelotera. Veranillos
desecados, enjutos, leñeros.
Sin cambiar de año vuelo a marzo.
En dicho mes, y en el festival de
Eurovisión, Raphael hablaba del amor ―una
vez más― cantando como nadie una de las estrofas más abracadabrantes de
nuestra música Pop: «¿Qué nos importa?,
¿qué nos importa? / Aquella gente que mira la tierra / y no ve más que tierra.
/ ¿Qué nos importa?, ¿qué nos importa? / Toda esa gente que viene y que va por
el mundo / sin ver... La realidad.» Desgraciadamente no pudo el de Linares ―ni el bolígrafo mágico de Manuel Alejandro― cambiar nuestro
destino: los ingleses ganaron la partida con una melodía ―«Marionetas en la cuerda»― pueril e insípida. Hasta el año siguiente
no hubo milagro.
Y hablando de milagros y mentes prodigiosas, voy a comentar un hecho portentoso de la cosa pública. En el mundillo de la política, lo más relevante que se tejió en 1967 lleva nombre propio: Ley Orgánica del Estado, fundamento de lo que don Torcuato Fernández Miranda llamará «de la ley a la ley» en 1977, trayendo ―bajo la chistera de los Estados Unidos― una democracia cojitranca y ensombrecida desde sus inicios por los de las pistolas, hoy «príncipes de la paz» y principales del «Bloque progresista», los que con prisa nos abisman. Señalar, por otro lado, que durante aquel lapso no era fácil ver socialistas ni separatistas; comunistas, sí, pues los veíamos hasta en la sopa. Era mi padre un camarada de tantos, aunque no excesivamente integrado en el partido carrillista; probablemente fuera sólo un simpatizante dispuesto a todo, un perdedor cargado de inquietudes y cargado de hijos, un cándido volteriano creyendo en el mejor de los mundos posibles: un futuro a la sombra de la hoz y el martillo. Algo recuerdo de aquel lance chusco y patituerto. Con el liderazgo del grupo gordonés de curas-obrero ―compuesto principalmente por los párrocos de Ciñera, Santa Lucía y Vega, y por el director del colegio Santa Bárbara― se organizó la Hermandad, con sede en Santa Lucía y con una insignia muy airosa, que mi padre asía de su chaqueta domingos y fiestas de guardar. Recuerdo que le pregunté ―con la boca pequeña― por el significado de aquel distintivo, pues no conseguía encajarlo en mi quisquillosa sesera. Por supuesto, no me contestó. Debió de pensar que servidor era un metomentodo, un abogado de secano algo lelo, un terco encanijado; y tal vez no le faltara razón, visto lo visto en el desenvolvimiento de mis quehaceres y proyectos vitales. Con todo, a día de hoy sigo pensando que preguntar no hace daño.