lunes, 21 de octubre de 2024

Ninguna parte. 2023.

                   

Por Benjamín se me conoce; aunque de haber seguido mis padres la tradición me llamaría José (al ser éste nombre de mi padre y ser yo tercer varón). No es así; tampoco importa demasiado. Soy hoja de otoño, artificio de artificios y suma de restas, barrunto de una ficción; un Panza sin armadura y con arrugas de cristal en las posaderas. Criado en un espacio de silencios y carbón ―en la Ciñera ceñida de peñas y riscos― aprendí a no pedir, a no llorar; y aprendí en el esfuerzo que todo cuesta «sangre, trabajo, lágrimas y sudor», sabiendo lo necesario de urbanidad y buenas costumbres. La escasez me abrió los ojos. Con ellos he podido ver un poco de todo, y con la luz del pobre ―amando la vida― he caminado en la niebla.

He llegado, indefectiblemente, a ninguna parte: al siglo XXI. A lo tonto vivo ya septiembre del 2023, cuando mil avisperos y líos patrios hacen que mi ser tiemble y no halle reposo. Sepan que anoche cuando dormía en mi chiribitil soñé ―¡maldita zozobra!― que la chifladura crecía; sepan que anoche cuando vueltas y vueltas daba sobre colchón de guijarros soñé ―¡maldita pesadilla!― que andaba suelto el lobo, y Pedro tan campante. Asimismo sepan que cuando el mal no mejora, empeora, y que «río arriba, río arriba nunca el agua subirá, que en el mundo río abajo, río abajo todo va». (1)

Peor mes el año no tiene, y tan sólo he visto de septiembre cuatro días ―y cuatro días dan para mucho, tal y como ha señalado la señora Calviño no hace tanto―. Efectivamente, dan para incontables felonías. En este mundillo de los tejemanejes no descansan los ingenieros de lo social: siguen y siguen con el sempiterno encaje de bolas, pasteleos y el aquí está el gran pacificador. ¡Cuán lóbrega es la democracia sin Ley, sin alma!… Late el luto bajo cándidos barnices de marco constitucional.

Había una vez un país de imprudentes paisanos y paisanas, todos con derecho al paisaje y con una lengua común e idéntico fin: suicidarse de la manera más estúpida posible. Tenía el mismo incomparables territorios que, según el momento histórico y animosidad de unos y otros, recibían títulos diferentes. Así, lo que inicialmente se conocía como región pasó a llamarse comunidad autónoma, luego nacionalidad histórica y finalmente ―¡con un par!― se cuadró el círculo: se llamó nación sin Estado y con derecho a decidir. Nunca ―«¡jamás, jamás, jamás!»― se me hubiera ocurrido. En esta tierra de conejos, hoy de gallinas, se ponía en marcha un engendro plurinacional en que los terruños pasaban a ser más importantes que las personas, y las nacioncillas más que la Nación. Tan eufóricos estaban los promotores del invento, que se decían: «Ea, vamos a levantar muros lingüísticos.» Después añadieron: «Proclamemos unilateralmente la independencia, y pidamos a seculares enemigos del aborrecido yugo el apoyo.» Pero sucedió que bajó Dios a ver dicho país, y a ver la batahola encaballada. Y dijo Dios: «Hete aquí que todos son un mismo pueblo con una lengua común y se disponen, grotescamente, a parlamentar con pinganillos. ¿Tienen sexo en la sesera? ¿No saben que todo tiene consecuencias? Les privaré del habla, para que no puedan mentir; les haré una pelota con la lengua, para que no puedan envenenar; les encresparé la boca llenándola de acíbar. Ea, pues.» Y aconteció que los secesionistas salieron corriendo por la gatera, y los nefastos gobiernos centrales fueron arrojados al muladar. Dios había frustrado una intentona, la penúltima de una serie infinita, embrollando el diabólico plan de todos contra España. Por eso se llamó Galimatías a toda esta historia.


Una de las cosas que más escasean en el mundo es la prudencia. Conociendo esto un filósofo, ¿qué hizo? Tomó una mesita y una silla y se fue al mercado, donde permanecía horas enteras como uno de tantos vendedores.
Divulgose el hecho por la ciudad y se acercaban a él multitud de curiosos preguntando:
―¿Qué vendes?
―Vendo prudencia ―respondía el filósofo.
La respuesta se oía con grandes carcajadas, y de todas partes iban y venían para reírse de él.
Un día pasó por allí el rey, y le dijo:
―¿Qué haces ahí?
―Señor ―le respondió―, vendo prudencia.
―¿Y cómo sabrás tú venderme la prudencia que necesito?
―Yo os daré un consejo ―dijo el filósofo― que si lo ponéis en práctica no os arrepentiréis jamás. El consejo es éste: «Nada habléis ni emprendáis sin haber pensado y meditado antes sus consecuencias.»
El rey reflexionó un instante, y tanto le agradó el consejo que mandó escribirlo sobre la puerta de su palacio. (2)



(1) Copla recogida por Ricardo León en la página 213 de su libro «Los caballeros de la Cruz». Editorial Victoriano Suárez. Madrid, 1942.
(2) «De la prudencia», página 70 del libro «Lecturas de oro», de Ezequiel Solana.

Página en blanco.



En Ciñera, donde los garbanzos sabían a gloria, hice mi Primera Comunión un 27 de mayo de 1965 ―Festividad de la Ascensión―. Por aquel entonces los buenos iban al cielo y los malos al infierno; y un servidor iba contento al Patronato, donde por edad me correspondía la clase de don Francisco ―el maestro poeta―. Con él, los viernes por la tarde aprendíamos de memoria, y recitábamos por riguroso turno, tres o cuatro estrofas de autores clásicos y contemporáneos. Aún recuerdo algunos de aquellos versos… ¡Qué bueno, qué bueno, qué bueno!

¡Qué bueno el niño de mi memoria! Corriendo entra en la escuela y, tras tres tristes horas de sepulcral silencio y «aprendiz de hombre», sale corriendo. Se para unos segundos en la orilla del río y rebusca entre los desechos: a menudo encuentra trozos de película, que al trasluz mira con ojos de ratón. Por los sótanos de la Hornaguera galopa gritando ¡Honorio! y asciende veloz por la escalera, terminando en la explanada de la Fusca. Desbocado, en un abrir y cerrar de ojos da una voltereta en el quitamiedos de tubo metálico y sale pitando: hasta la fuente de las nieves; y por el puente hasta el pilar con ese tentador saliente que sirve de trampolín. A él accede colándote por la barandilla y salta, ligero de cascos y con los ojos perdidos en la oscuridad, sobre un montón de cenizas. Ya en suelo firme hace balance de daños, se sacude la culera y toma ―¡deprisa, deprisa!― el camino de la fuente del piojo, y el camino a casa.

¡Qué bueno el cine Emilia! Vean si no algunas de las películas programadas durante aquel año: 23 de enero, El tesoro de Sierra Madre; 7 de febrero, La Pantera Rosa; 14 de febrero, Desde Rusia con amor; 27 de febrero, Hiroshima, la ciudad marcada; 10 de marzo, El Verdugo; 25 de abril, La conquista del Oeste; 1 de mayo, Cleopatra; 8 de mayo, Página en blanco; 23 de mayo, El Rolls Royce amarillo; 27 de mayo, El Extra; 20 de junio, Charada; 26 de junio, Los pájaros; 27 de junio, La mujer de paja; 4 de julio, Cantando bajo la lluvia; 11 de julio, La tía Tula; 18 de julio, Tres herederas. Y además, La Gran Evasión, «», La conquista del Oeste, Rebelde sin causa, Días de vino y rosas, El séptimo amanecer, James Bond contra Goldfinger...

¡Qué bueno Edward Dmytryk! Ganó en 1965 la Concha de Oro del Festival de cine de San Sebastián con Espejismo, una película en torno al peligro de la amnesia. Y qué baja estofa tiene, qué pelaje, qué mala ralea, cuánta ignominia encierra el documental dirigido por don Évole y protagonizado por don Ternera Nechaev, y que hoy ―veintidós de septiembre― se proyecta en el concurso donostiarra. Es obvia la decadencia. Nosotros progresamos democráticamente hacia el despeñadero; ellos,… Nosotros estamos hoy peor que ayer y mejor que mañana; ellos,…

Y para terminar esta segunda entrega en un mes siniestro, quisiera recordar un fatídico hecho: el asesinato de Carmen Tagle, un 12 de septiembre de 1989, por la banda terrorista del antedicho demonio vacuno.

domingo, 20 de octubre de 2024

Vía indigesta.1972


En esta imagen conjugo dos: fachada principal del colegio «Nuestra Señora del Camino» (sacada de la revista Hornaguera nº 2, marzo de 1959) y un servidor en una vieja toma de 1973. Tengo mis razones para entremezclarlas: fui durante muchos veranos (desde 1972) el «pinche de las monjas». De aquellos días guardo en mi baúl agridulces curros y angosturas.

En sonando la sirena del grupo Fábrica, iniciaba mis obligaciones. Lo primero, regar los jardines. Así, cuando el sol asomaba la patita y quebraba los grises, me divertía pulverizando el chorro de agua para pintar de colores el aire, mientras llegaban a mis oídos los cánticos de las religiosas. Era feliz en mi jaula de sueños, pues, «cuando sale la luz, ¿quién no se alegra? Las árboles parece que despiertan y se ríen, y se visten de librea con unos entreclaros y obscuros que hacen los rayos de sol pasando por las ramas. Las hierbecitas, ajadas y mustias con la tiniebla, resucitan. Las flores, encogidas y como viudas tocadas, a la luz que viene despliegan sus hojas y descubren la belleza de su rostro, y se alegran y lavan la cara con el rocío del cielo. Abren las rosas sus capullos y exhalan grande fragancia de olores que, con la humedad de la noche, han estado soñolientos y retraídos. Gorjean las avecicas en los árboles, y reciben a la luz con su música... ¡Oh Luz divina! En saliendo vos, ¿quién no se alegra?» (1)

Con el bautizo del nuevo amanecer retrocedían las sombras de la noche, los demonios se iban y todo se me pintaba «como Dios manda». Iba entonces a buscar la correspondencia y la leche; a la vuelta entraba en la cocina de la Comunidad. Perenne, allí estaba la hna. María, una mujer grande y fuerte, con voz amable y rotunda, y a quien nunca supe decir que no: cuando me ofrecía el diario vaso de leche ―natural de vaca―, me lo bebía sin rechistar; si bien me resultaba de pesadísima digestión, ya que mi estómago ―perpetuo enemigo mío― estaba hecho al caldo ligero de «Aly». Resumiendo: la hermana encargada de la manducatoria me asistía en mi déficit de calcio, me daba la lista de compras y un servidor, carretillo en ristre, descendía ingrávido por la cuesta del hospital camino del economato viejo, que daría paso al nuevo en pocos meses.

Dejo en este punto mis historias de aquel espacio-tiempo; en octubre hablaré de las hermanas Avelina, Hilaria, Pilar, Josefa, Carmen, Rosario, Gonzala ―sobre todo ella, la hna. Gonzala―, y de María Rosa, la madre superiora. Y lo dejo porque termina septiembre, que muere matando: la sede de la Soberanía Nacional es ya cadáver. Convertido el Parlamento en un camarote marxista-separatista, en un pinganillo patético y andrajoso, todo cabe por el aliviadero penal del «sanchecismo». Todo cabe menos la prudencia y el buen gobierno. Antaño, los hombres y mujeres de esta tierra de pan y vino hacían amor y familia; hogaño, se hacen la guerra por causa de malandrines cizañeros. Andan los corazones secos y duros como castañas pilongas; las venas sin sangre andan. Por ellas circula julepe y odio. Por las arterias de la Nación circulan pajes de la locura cargados de razones humanitarias.


La nuez y el campanario.
Una corneja cogió una nuez y la llevó a la punta de un alto campanario. Sosteniendo la nuez con las patas, el pájaro la empezó a picotear para abrirla; pero, de pronto, la nuez rodó y desapareció en una hendidura de la pared.
―¡Pared, buena pared ―suplicó entonces la nuez al verse liberada del pico mortífero de la corneja―, en nombre de Dios, que ha sido bueno contigo haciéndote tan sólida y alta, rica en hermosas campanas que suenan tan bien, socórreme, ten compasión de mí! Yo estaba destinada a caer bajo las ramas de mi viejo padre ―continuó― para descansar sobre la tierra fértil cubierta de hojas amarillas. ¡No me abandones, te lo suplico! Cuando estaba en el pico de la feroz corneja hice un voto: si Dios me concede escaparme de ella, prometo terminar el resto de mis días en cualquier rincón.
Las campanas, con un leve murmullo, advirtieron a la pared del campanario que fuera con cuidado, porque la nuez podía ser peligrosa; pero la pared, movida a compasión, decidió hospedarla, permitiendo que se quedase donde había caído.
Sin embargo, en poco tiempo, la nuez comenzó a abrirse y a echar raíces entre las grietas de las piedras; después las raíces crecieron, alargándose entre las piedras mientras las ramas asomaban fuera del agujero; y crecieron las ramas y se robustecieron y se alzaron hasta el campanario, y las raíces, gruesas y retorcidas, comenzaron a abatir la pared, derribando las viejas piedras.
La pared se dio cuenta demasiado tarde de que la humildad de la nuez y su voto de quedarse arrinconada no fueron sinceros, y se arrepintió de no haber escuchado el sabio consejo de las campanas.
El nogal continuaba creciendo, fuerte e indiferente, y la pared, la pobre pared, seguía desplomándose. (2)




(1) De Alonso Cabrera. Recogido por Ricardo León en las páginas 76 y 77 de su libro «Los Caballeros de la Cruz». Editorial Victoriano Suárez. Madrid, 1942.
(2) «La nuez y el campanario», en la página 78 del libro «Fábulas y leyendas», de Leonardo de Vinci. Editorial Círculo de Lectores. Barcelona, 1973.

sábado, 19 de octubre de 2024

El doncel sin vergüenza. 1973.



La composición de hoy encierra tres elementos: el niño, el adolescente y la estación de «Breve encuentro», film del que ya he comentado algo. No toca en este instante hablar del primero ―el peque―, sino del segundo: el púber a lo Tony Ronald con su pelo largo y raya al medio, con su camiseta en rojo bermellón, de cuello vuelto y ceñida, con sus pantalones amarillos de terciopelo, ajustados hasta las rodillas y terminando en descomunal campana, y con sus zapatos mochos de plataforma, sin igual tortura de manías setenteras; el doncel sin vergüenza nacido al mundo con rebozo psicodélico, cargado de hormonas y enamoramientos sin embocadura, de sueños apresurados e ideales tuertos, mancos, paticortos. De igual modo quiero traer a la palestra el año en que inició su andadura, 1973, año crucial y en muchos aspectos semejante al 2023: ambos tienen su estanflación y su guerra de Oriente Medio en octubre, y esperemos no se cumpla el magnicidio en diciembre.

Sea como fuere, no creo en absoluto que vivir consista en un perpetuo caer en lo mismo. Si tropiezo con la piedra de siempre no es obra de la fatalidad, sino que no presto atención: no veo ni oigo, ni me llama comprender lo que sucede; miro deprisa queriendo abarcarlo todo, sin detenerme, lo que me impide percibir los detalles, las menudencias, y así no hay perchas en que colgar lo vivido. Y sin memoria de mi paso por el mundo, sin raíz, añoro y estoy a merced de los amos del relato. Ergo «despacito y buena letra».

Antes de proseguir, quisiera recordar a mi amigo Máximo ―Máximo Casado Carrera (1)― quien fue víctima del siempre y por siempre maldito terrorismo etarra, el veintidós de octubre del 2.000. Fuimos leales condiscípulos en «La Normal» de León, cuando ambos iniciamos Profesorado de EGB en 1977. Aún recuerdo su letra clara y pequeña, con suave presión de trazo, signos inequívocos de persona grata y sincera. Éramos, entonces, poco más de cien alumnos de Ciencias en el turno de tarde; era directora doña Manuela, quien impartía Física en el 2ª Curso. Para financiar mi afán de proseguir mi formación estudiando, ya que la beca de Mutualidades Laborales se me había esfumado por hacer de simio revoltoso, me tocó bregar como peón de albañil en una obra de la calle Astorga. Tenía las clases de cinco a nueve y abandonaba el tajo a las seis y media, por lo que salía corriendo para estar allí a las siete menos cinco. En llegando lo primero era pedir, entre los compañeros, novedades y apuntes de las dos clases anteriores; tarea en cierto modo deprimente por razones obvias. Menos mal que Máximo, haciendo suyas mis dificultades, me ayudó. Gracias a él superé, sin ahogos, nueve de las diez asignaturas en junio.

Recupero 1973. Mejor aún: me voy a 1972, a finales de junio. Desnortado y herido estaba en aquel momento, y con catorce ―mi número favorito; el de Cruiff en su camiseta―. Catorce agostos tengo y soy contratado en el Grupo FábricaHVL― como «pinchín», tal era la denominación que me daban los Atilano y compañía del taller, mi primer destino; luego di vacaciones al pinche de Competidora y al de don Mauricio. Finalmente, para terminar el veranillo, sustituí al responsable de las tareas en el Colegio de las monjas y en el Hospital, quien para subir la cuesta de marras se valía de motocarro sin par, ejemplo de ingenio ante la dificultad. De lo acontecido en esa primera experiencia ―como «productor»― en «Nuestra Señora del Camino», recuerdo algún que otro episodio; por ejemplo uno que tiene que ver con la hna. Hilaria. Reservada y exigente, pero correcta en todo momento, me tomó a su cargo durante una tarde calurosísima y le pegamos un repaso de muy señor mío a todos los jardines de la fachada principal, y a la cancha de baloncesto. Le gustaba trabajar, no cabe duda; le gustaba que nadie holgazaneara. A mí no es que me gustasen la escoba, la pala y el rastrillo, pero se me daban bien y uno termina, con el tiempo, apegándose a lo que bien se aprende y da de comer. Sin embargo, aunque no me pareció del todo mal ese agudo celo a la hora de controlar mi labor, creo que se pasó catorce pueblos. Era innecesario: un servidor, sempiterno manso de mansedumbre bien alimentada en la escuela del silencio, no sabía escaquearse.

En fin en fin, paradojas de la vida; sed sin oasis, que sólo hallan remedio en la resignación y en la constante de que «las uvas no estaban maduras» para los «tontos de capirote»; constatación de que a nadie importas y nada puedes hacer. Aun así, no queda otra que seguir en el camino.


Érase una vez una piedra bella y grande, a la que durante largo tiempo lamió el agua. Después el agua se retiró, la piedra quedó al descubierto en un lugar más bien alto, justo donde terminaba un bosquecillo umbroso. Desde allí, dominaba el camino pedregoso que corría bajo ella y le hacían compañía muchas frescas y aromáticas hierbecillas salpicadas de flores.
Un día, mirando el camino, sobre el que habían arrojado muchos guijarros para endurecerlo, le vinieron deseos de dejarse caer en él.
―¿Qué hago aquí arriba, en esta hierba? Yo quiero vivir con mis hermanas: me parece más justo.
Y así diciendo, la piedra se movió, rodando hasta abajo, terminando su rápido recorrido justo en medio de los guijarros cuya compañía tanto deseaba.
Por el camino pasaba de todo: carros con las ruedas recubiertas de hierro, caballos pateadores, campesinos con botas claveteadas, rebaños; así, la hermosa piedra se encontró de pronto en apuros: uno la golpeaba, otro la pisaba, aquél le arrancaba una esquirla; a veces estaba sucia de barro, otras veces emporcada por el estiércol de los animales.
Mirando hacia arriba, hacia el sitio de donde partió, la piedra suspiraba, llorando por aquella soledad y deseando, pero ya en vano, la paz tranquila de antaño.
Esta fábula va dirigida a aquellos que del campo, donde pueden vivir en paz, en el verdor y el silencio, se van ciegamente a la ciudad, a mezclarse con gentes llenas de males infinitos. (2)




(2) «La piedra y el camino»; en la página 80 de «Fábulas y leyendas», de Leonardo de Vinci. Editorial Círculo de Lectores, 1973.

viernes, 18 de octubre de 2024

Mucha pluma y poco huevo



Esta mi portada de hoy la conforman dos imágenes: un fotograma de «Breve encuentro» y una fotografía de un servidor. La película, de 1945 y dirigida por David Lean, rezuma virtud y encanto por todos sus poros; llena de luz, sombras y claroscuros, es, si no la mejor, de lo mejor en su género. La instantánea, de 1959, capta la figura de un peque que tartamudea en la vertical, y aun así ―contando no más de dieciocho meses― reclama su derecho a lidiar en soledad con escamas, temores y vértigos. ¿Por qué llevo a cabo esta sociedad? Tengo mis razones: el blanco y negro, pues así veo el mundo cuando cierro los ojos; el niño, ya que a él me debo y sólo en él me hallo; la estación como lugar de paso y prisas, símbolo de las oportunidades perdidas.

Octubre se cubre de terrorismo y equidistancias, de cortinajes de humo, de incertidumbres: ha llegado henchido tras pingorotudos pinganillos de pingüe labia; y en el gallinero, mucha pluma y poco huevo. Van ya una docena de «horas veinticuatro», es la Virgen del Pilar y comienza el tiempo a cambiar, que no la cosa pública. En ella, butifarra y retahíla de consignas sincronizadas y barriobajeras cuyo fin es dictar, imponer, prescribir. El «sanchecismo» se sube al guindo do doctores en mentiras, maldades y manipulaciones buscan apoyos ―mediante conversaciones discretas― para una investidura verdaderamente calamitosa. Se sube a las barbas del «Régimen del 78» calzando amnistías charoladas ―por el Anticonstitucional―, y así «el burro se traga con grandísimo gusto un cardo que ensangrentaría la boca de otro animal menos estúpido.» (1)


La granada.
Una vez, cuando yo vivía en el corazón de una granada, oí decir a una semilla:
―Un día me convertiré en árbol y el viento cantará en mis ramas, el sol bailará en mis hojas y yo estaré firme y bello por encima de todas las estaciones.
Entonces tomó la palabra otra semilla y añadió:
―Cuando yo era joven como tú, también pensaba así, pero ahora que puedo ponderar mejor las cosas, compruebo que mis esperanzas eran infundadas.
Una tercera semilla replicó:
―No veo nada en nosotras que garantice un futuro tan grande.
Y una cuarta semilla exclamó:
―¡Qué sarcástica sería nuestra vida sin la perspectiva de un futuro mejor!
Dijo una quinta:
―¿Para qué vamos a discutir sobre lo que seremos, si ni siquiera sabemos lo que somos ahora?
Pero la sexta semilla apostilló:
―Seamos lo que seamos, lo cierto es que siempre existiremos.
Ante lo cual, una séptima semilla comentó:
―Tengo una idea muy clara de cómo serán las cosas en el futuro. El problema es que no lo puedo decir con palabras.
Luego hablo una octava semilla, una novena, una décima, y así hasta muchas más. Al final todas hablaban a la vez y no podía distinguirse lo que decía cada una de aquellas voces.
Ese mismo día me mudé a vivir al corazón de un membrillo. Pues tiene pocas semillas y casi nunca hablan. (2)



(1) Página 14 de «El asno erudito. Fábula original». PDF, Biblioteca Nacional de España.
(2) «La granada», páginas 42 y 43 de «El loco. El jardín del profeta», de Khalil Gibran. Edimat libros, 1999.

martes, 15 de octubre de 2024

La bigarda

 

No soy poltrón ni perezoso. Criado en Ciñera, pueblo tuyo y mío, aprendí a obedecer; mas, en horas de nadie hacía de mi capa un sayo: jugaba. En ocasiones a la bigarda, que no es contienda de medio pelo sino cáustico adiestramiento para el día de mañana, ese hueso tan duro de roer.

En la bigarda no hay amigos: es una pelea de todos contra todos. El terreno de juego, preferiblemente blando y a ser posible de hierba; la herramienta, un palo acorde con la talla de quien lo utiliza, resistente y terminado en punta: con él se golpea la bigarda —palo corto de unos treinta centímetros— y se cava en las casas-hoyo de los prójimos. Los jugadores se colocan formando una curva cerrada, distanciados unos de otros lo suficiente para ejecutar correctamente lanzamientos y golpeos. Su número no es fijo; aunque ya se sabe cuál es el ideal en todo encuentro lúdico que no sea por equipos: más de tres —Gracias— y menos de nueve —Musas—. Entre todos ellos destaca el tonto útil, por decirlo de alguna manera, que no es sino aquel a quien la china le ha tocado, y que va lanzando el palín al resto, uno tras otro, comenzando por su izquierda y siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Cuando el tal realiza un lanzamiento pasándose de listo, para provocar el fallo, ha de repetirlo; si es conforme a las reglas por todos aceptadas y el destinatario falla, se produce un cambio de papeles quedando este último en las tareas de memo instrumental. Ahora bien, pongámonos en el caso de que no yerra el golpe y manda lejos —muy lejos— la susodicha. ¿Qué sucede? Que al lanzador le toca correr. Y corre que te corre a todo trapo —y con el alma en vilo— tras el dichoso palico de marras; corre que te corre visiblemente angustiado del estropicio en su agujero, zanja o socavón mientras el resto de jugadores, a dos carrillos, se meriendan el emplazamiento-bujeril del menda corredor: cavan que te cavan y roban que te roban la codiciada tierra, que amontonan junto a sus respectivos aposentos-gujerados. Con todo, en el supuesto de que nuestro sufridor necesario recuperase la bigarda en un periquete, y fuera diestro para lanzarla y acertar con alguno de los bujeros-casa, el dueño del mismo se convertiría en el nuevo bobo para todo.

La pugna concluye —o abre las puertas del hasta aquí hemos llegado— si lo rubrica el que peor está respecto al volumen de tierras y tamaño del estropicio de la hoya (o cuando cae la noche y aparecen las luciérnagas). Pues bien; concluido el toma y daca —lanzamientos, golpeos, carreras, cavados, portes, piques y demás—, se hace inventario: quienes no sean capaces de rellenar sus respectivos abujeros, pierden; quienes sí, ganan, son los vencedores. Ellos pondrán la guinda de la siguiente manera: en tropel bochinchero —cual manada, jauría o cosa del infierno— correrán tras los infortunados y —sin pega pija ni achicadura humanitaria— les arrojarán sobre la espalda el sobrante de su acción predadora.

miércoles, 9 de octubre de 2024

«Salir de Málaga y meterse en Malagón»

 

En 1954 Grace Kelly rodaba la que fue su despedida: «Country girl», estrenada en España con el título «La angustia de vivir». En el cine «Emilia» de Ciñera —pueblo umbroso y montaraz—, la proyectaron en 1964 junto a otras de parecida excelencia (por ejemplo, el 12/01/1964 se vio «La ciudad cautiva», protagonizada por David Niven; el 14/03/1964, «Una lección de amor», dirigida por Ingmar Bergman; el 13/06/1964, «Juicio Universal», de Vittorio de Sica; el 20/09/1964, «Matar a un ruiseñor», con Gregory Peck). En Chinchilla de Montearagón, cuando aún el incienso de una guerra fratricida impregnaba los ánimos, un hombre, forzado por no se sabe qué (posiblemente la infausta precariedad, o el ansia de correrías que alberga la inmadurez; o quizás engatusado por las interesadas entelequias de algunos de sus «paisanos» (1), que habían regresado para disfrutar las fiestas del cinco de agosto). El caso es que toma una decisión característica de aquel periodo: emigrar. Y así, embarcado en la aventura menos heroica, la de sobrevivir —con veintiséis años, casado y con un chiquillo de casi doce meses—, debió de conjeturar que no le quedaba otra que seguir la estrella del norte: hacerse minero en las montañas de León. En 1954. (Algo parecido a mezclar berzas con capachos o churras con merinas; que bien poco se parecen los crepúsculos manchegos —cargados de arreboles y bien dibujada su línea de horizonte— a las vaporosas y «morrongueras» luces al alba, y noches prematuras, de los recónditos valles gordoneses.)

Y se aplicó en el desatino como nadie, y nadie fue capaz de quitárselo del magín, ni siquiera su esposa; y nadie sabe, a día de hoy, si liar los bártulos con tanta premura fue «lo mejor», pues nadie vislumbra esa «realidad en la que todo está imbricado en todo y el acontecer fluye como una correa sin fin» (2). ¿Fue la guedeja de la ocasión que se le presentó sencillamente humo, del que se agarró para sobrevolar el atascadero en que vivía? Con todo, «el acierto o el error recaen sobre la vida entera, de la cual se siente uno, hasta cierto punto, responsable. Sólo hasta cierto punto, porque esa vida no es "creación", ya que se recibe, se encuentra uno en y con ella, y se hace con las cosas, que en principio no están en la mano de uno y pueden ser decisivamente adversas» (3).

En y con la desesperanza se topó «ese hombre» al tocar suelo en el apeadero de Ciñera. Llegó con poco ato, atado de pies y manos y henchido de sinsabores (a ochocientos kilómetros quedaban mujer e hijo a la espera). Se dirigió a la casa —en La Vid de Gordón— de los inspiradores de la mudanza, beneficiarios y benefactores del trajín en curso, quienes le proporcionaron comida y cama por un módico precio. Tras el largo viaje, a plomo cayó sobre el camastro de su modesto refugio. Estaba cansado. Apagó de un soplo la engañosa luz que la patrona le había puesto sobre la mesilla de noche y miró, buscando quietud, al «séptimo cielo»; mas, en ese instante, un charco de tristezas se apoderó de sus ojos y le hizo entrever el rostro ceñudo de la angustia, el abandono, el fracaso, la preocupación. «Salir de Málaga y meterse en Malagón» no parecía un buen negocio. Sin embargo, ¿qué interés habría de tener el Hacedor de todas las esencias, para llevarle de bien en mal y de mal en peor; a él, hoja seca de un árbol «desahuciado del mundo y de la gloria» (4)? ¿Por qué temer lo que puede y debe suceder? Él no pedía cotufas en el golfo, cosas imposibles; no pedía nada que no fuera humanamente accesible. Pedía levantarse del polvo de la tierra, con su esfuerzo. Sin más.

Y sin menos. «El inmigrante no es simplemente el que se ha ido y ha llegado, sino el que han echado objetivamente mediante el paro y el hambre y que llega a un lugar inhóspito y desconocido para él donde tendrá trabajo y donde pasará menos hambre, pero que pertenece a los mismos que lo expulsaron de su tierra. No obstante, la diferencia es que, en términos individuales, se puede uno escapar de la relación de explotación con mayor probabilidad en el punto de inmigración que en el origen» (5). Esto último él lo presentía, y apostó por el brinco, por la cabriola, «por el cambio»; que habiendo nacido libre no habría de vivir en hoto de otro, sino fiado de sí mismo. Incomprensiblemente, la duda se le apareció en llegando a «la tierra prometida». ¿Se había equivocado? «Después de haber hecho algo, se tiene la impresión imperiosa de haber podido hacer otra cosa» (6).

José —así se llamaba «ese hombre»— quizás no viera otra posibilidad e hizo camino andando y dando palos de ciego. Ahora bien: si persistir entre los suyos con lo suyo —la vida en el campo— era complicado, pues la economía española de aquella década se mantenía «gracias a que el conjunto de los jornaleros agrícolas [recibía] una masa salarial por debajo de los niveles mínimos de subsistencia» (7), desarmar el nido y levantar vuelo —sin alas ni trampolín— no lo era menos. De haber contado hasta diez José, ciertamente «su Nieves» (8) no habría sufrido destierro, que tan abrupto resultó de principio a fin; de haber decidido con la flema y reposo que los bueyes caminan, otro hubiese sido el cuento. Mas, en fin en fin, no hay ucronías que valgan en este ayer imaginado. No hay más: el pobre anda estaciones para vivir trabajando, que no es poco; que siendo de toda imposibilidad imposible cambiar el rumbo de las cosas, mejor armar la paciencia —esa «virtud en que habíamos de estar siempre pensando con grande vigilancia para resistir las tentaciones que nos atormentan dentro y fuera» (9)—. Mejor llegar al ancladero que hundirse en tempestuosas manías, fobias y malquerencias de clase. «¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!» (10).

Volviendo a José, decir que aquella noche durmió poco y mal; perdido en una espesura de sombras y envuelto y revuelto en indómitas pesadillas, fue incapaz de sosegar. Ni siquiera el colchón de borra le borró la sensación de náufrago. A la deriva en una poza preñada de silencios y carbón, desamparado de las armas y sin dinero, dolido y harto de historias, temeroso, habría de sacar fuerzas de flaquezas; que teniendo sólo dos manos no caben fachendas de señorito. Si la diligencia es madre de la buena fortuna, y si en la tardanza está el peligro, ¿qué hacía tumbado en la cama como un muerto? ¡Arriba, «españolito que vienes al mundo»!…

El aroma de algo parecido al «néctar de los dioses blancos», con más achicoria de lo apetecible, le invitó a salir de su tabuco; aún no había sonado «la sirena de las ocho». Sobre la mesa de la cocina, el ama le puso un tazón lleno del mencionado sucedáneo, al cual José añadió un chorro chico de leche condensada; también le había puesto una hogaza de «la Socorro». Cortó un trozo con «herramienta de Albacete», que siempre a mano tenía, y moja que te moja desayunó con gusto, pues no hay «pan duro» cuando se tiene hambre verdadera.

En latiendo la cantera —ruido y polvo, polvo y ruido—; a eso de las ocho, salió José a la «calle sin sol». Sintió escalofríos. (Por el camino del cementerio, melancólico bajaba «Lorenzillo» con ratoniles rayos, señal de agua: se despedía «el veranico» de San Miguel; octubre, llorando, anunciaba el largo invierno de León, que aleja pulgas y piojos, mitiga tufos y congela el habla.) No había traído ropa de abrigo; pero ya se las arreglaría. Levantó el cuello de la americana y con gesto ceñudo —como queriendo espantar males de ojo y piedras del camino— se puso en marcha. Estando como estaba en el fondo del fondo de un fangal rodeado de peñas y riscos, no le quedaba otra que seguir de frente y llevar a buen término su propósito. ¡Ni un paso atrás! Con una idea fija en mente —acercarse hasta las oficinas de la HVL— caminaba conforme a las indicaciones que le había dado la patrona: todo recto sin salirse de la carretera, y en llegando a Santa Lucía, descender por la calle de la estación unos cien metros. Parecía sencillo... ¿«Llegar y besar el santo»?

(De lo que aconteció a José durante aquel oscuro amanecer, nada se me ocurre ahora. No tardando, es posible que «las células grises» continúen fabulando. Entonces, ¿comentaré la supuesta pelotera que mantuvo con el conserje, de su señor fiel escudero, pero desapacible y brusco en el trato con infortunados primerizos? Quizás. De momento queda José camino de «la Dirección», sin par fortaleza de chalets, oficinas, «murallas humanas» y muros —gigantescos muros— de piedra.)

«Cada generación tiene su misión y no necesita hacer tan extraordinarios esfuerzos, que lo sea todo para la anterior y la siguiente. Cada individuo de una generación tiene, como cada día, su carga especial y bastante que hacer con preocuparse de sí mismo» (11). Efectivamente: con ellos mismos, y la venidera prole, mis padres tenían suficientes quebraderos. Habían hallado una puerta de salida, pero ésta les conducía del laberinto a un «cielo negro»; ilusionados lidiaban, pero en medio de la corrida la muleta se transformaba en sierpe, contrariedad y embarazo. Ellos vivieron «tiempos difíciles»; por supuesto, pero ¿cuáles no lo son? Fueron los españoles nacidos entre 1915 y 1945 —«los niños de la guerra», junto a los más jóvenes de la contienda civil— quienes protagonizaron «la andadura de una sociedad particularmente heterogénea, móvil y contradictoria, llena de vitalidad y aspereza» (12); un viaje que transformó a España en «la octava potencia industrial»: un gran avance aun tratándose de industrias «generalmente de tipo sucio, contaminante, [tales] como siderurgia, cemento, químicas, navales» (13), etcétera. «El desarrollo global de la economía española se ha debido sobre todo al enorme potencial de energía acumulado por el excedente campesino en unas cuantas regiones, las más rurales, las que no han levantado cabeza… Este es un hecho clave, sin el cual es imposible entender las vicisitudes de los españoles de la última generación» (14). Y así llegamos a 1975, cuando «el sector terciario empieza a emplear más gente que el industrial, un hecho inédito e irreversible en la historia económica española por cuanto el sector servicios crece con más fuerza» (15). De «la Transición» que nos abocó a la ilusoria —que no ilusionante— democracia, somos responsables, mayormente, los españoles nacidos entre 1945 y 1975 —«niños del pan migao», del pan con vino y azúcar, de los huevos con patatas y del anís en fiestas señaladas—; y somos, además, los agentes nucleares de la penúltima transformación de «este país»: todos «pinches de cocina» y camareros; los «titulados» se van y los «sin título» arriban. Si el vulgar, tosco y populachero rumbo ya se vislumbraba, tal y como indica don Amando de Miguel, jamás creí que acabáramos en puerto tan cutre y desintegrador, tan malandrín. Mi padre arriesgó en 1954 con una mutación radical de su «modus vivendi»; servidor retozó en el vacío votando por «el clan de la tortilla» un 28/10/1982. Posiblemente, ambos cometimos el mismo error de juventud: soñar despiertos.


«Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar» (16). Había una vez un reino de reinos llamado «Rescoldopicón», un circo, una tramoya, un mercado de naderías donde aprendieron a mentir y les gustó; un país sin espejos en que dando patadas a la realidad ponían «el parche antes del grano», estaban «en misa y replicando» de «donde digo Diego digo digo». En aquella farándula enredadora escupían mocos groseros y fango; y algunas hijas de la ociosidad pinchaban, picaban y picardeaban soltando bufidos, respingos e imprudencias en torno al río Jordán y mar Mediterráneo cual filósofas futboleras. Jugaban a las damas, a la brisca y al tú te callas, y con el futuro de los españoles, en un socavón anejo a «las calderas de Pedro Botero». Y colorín colorado, «de esos lodos vienen estos polvos» (17) irrespirables.

«Todo anda envuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanzas los unos con los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra» (18). De nuevo, en andanadas andamos. ¡Volvemos a las andadas! Y andando andando —de quijotada en quijotada— progresamos adecuadamente hacia la cosa dramatizada y solemne. «Se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos» (19). De seguir así, serán «llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre» (20).

¿Democracia este engendro de partidas? ¿Esta cueva de baba batasuna? ¡Que baje Dios y lo vea! Pronto cumplirá diez lustros —medio siglo— este monstruo con diecisiete cabezas, que ha trocado el vivir en un cuadrado redondo del infierno. En aquella madrugada del 20/11/1975 nunca jamás se me hubiera ocurrido que lo que asomaba la patita por el horizonte no era «Libertad sin ira», sino cárcel de rencores, tirrias y ojerizas. Se apartan los riscos, se dividen y abajan las montañas para dar paso al excelentísimo señor de la limpieza. En este adefesio de mayorías «ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates» (21), todo es susceptible de empeorar.

«Seis cosas hay que aborrece Yahveh, y siete son abominación para su alma: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que profiere calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos.» (22)







(1) En la página 56 de su libro «40 años después» (Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976) dice don Amando de Miguel: «Se ha exagerado mucho el drama del desarraigo cultural que supone el que el emigrante se aísle de su pueblo o de su familia de origen. La verdad es que ese modelo del emigrante individual no corresponde a la realidad. Lo que sucede más bien es que el emigrante se traslada con la familia, o impulsado por algún pariente que ha dado antes el salto y que le coloca en el lugar de destino, donde enseguida se relaciona con otros "paisanos"...Candel cuenta el hecho de muchas zonas industriales catalanas en las que los inmigrantes se agrupan en bloques de una misma provincia y a veces de un mismo pueblo». Abundando en la misma idea, destacar que fueron muchas las familias, procedentes de Chinchilla y sus alrededores, que se juntaron en La Vid, Ciñera y Santa Lucía. Podríamos decir que formaron una pequeña colonia cuyos miembros, inicialmente, compartían espacios y tiempos, apoyándose.
(2) En la página 14 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(3) En la página 25 de «Tratado de lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.
(4) Título que lleva un libro de Torres Villarroel, del que tomaré notas próximamente.
(5) En la página 63 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(6) En la página 24 de «Lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.
(7) En la página 55 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(8) Cuando había que referirse al cónyuge o a los hijos, era costumbre manchega utilizar posesivo más nombre. «Su Nieves», decía José. Por la que bebía los vientos. Para ella escribía versos como estos: «A mi querida pequeña: Mira esta foto chiquilla, / porque en ella encontrarás / el corazón de un morito / palpitando sin cesar; / y en sus latidos cobija / tu recuerdo sin igual, / confiando en un mañana / lleno de felicidad. Tu José.» (Un romance tierno y esperanzado. Era el año de 1951; en Inca, Palma de Mallorca; durante la mili.)
(9) En la página 305 de «Vida del escudero Marcos de Obregón». Vicente Espinel. Promoción y Ediciones. Madrid, 1980.
(10) En la página 680 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
(11) En la página 21 de «El concepto de angustia». Sören Kierkegaard. Espasa Calpe Ediciones; Madrid, 1982.
(12) En la página 15 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.
(13) En la página 69, ídem.
(14) En la página 68, ídem.
(15) En la página 72, ídem.
(16) En la página 262 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
(17) Mal se llevan los miembros —y «miembras»— del Gobierno con el refranero; no dan pie con bola. Si don Sánchez zangolotea por el mismo, el resto vaga vageando.
(18) En la página 28 de «Lazarillo de Tormes». Promoción y Ediciones. Madrid, 1980.
(19) En la página 549 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994.
(20) En la página 548, ídem.
(21) En la página 577, ídem.
(22) Proverbios 6: 16-19. En la página 863 de «Biblia de Jerusalén». Editorial Española Desclée de Brouwer; Bilbao, 1977.