sábado, 19 de octubre de 2024

El doncel sin vergüenza. 1973.



La composición de hoy encierra tres elementos: el niño, el adolescente y la estación de «Breve encuentro», film del que ya he comentado algo. No toca en este instante hablar del primero ―el peque―, sino del segundo: el púber a lo Tony Ronald con su pelo largo y raya al medio, con su camiseta en rojo bermellón, de cuello vuelto y ceñida, con sus pantalones amarillos de terciopelo, ajustados hasta las rodillas y terminando en descomunal campana, y con sus zapatos mochos de plataforma, sin igual tortura de manías setenteras; el doncel sin vergüenza nacido al mundo con rebozo psicodélico, cargado de hormonas y enamoramientos sin embocadura, de sueños apresurados e ideales tuertos, mancos, paticortos. De igual modo quiero traer a la palestra el año en que inició su andadura, 1973, año crucial y en muchos aspectos semejante al 2023: ambos tienen su estanflación y su guerra de Oriente Medio en octubre, y esperemos no se cumpla el magnicidio en diciembre.

Sea como fuere, no creo en absoluto que vivir consista en un perpetuo caer en lo mismo. Si tropiezo con la piedra de siempre no es obra de la fatalidad, sino que no presto atención: no veo ni oigo, ni me llama comprender lo que sucede; miro deprisa queriendo abarcarlo todo, sin detenerme, lo que me impide percibir los detalles, las menudencias, y así no hay perchas en que colgar lo vivido. Y sin memoria de mi paso por el mundo, sin raíz, añoro y estoy a merced de los amos del relato. Ergo «despacito y buena letra».

Antes de proseguir, quisiera recordar a mi amigo Máximo ―Máximo Casado Carrera (1)― quien fue víctima del siempre y por siempre maldito terrorismo etarra, el veintidós de octubre del 2.000. Fuimos leales condiscípulos en «La Normal» de León, cuando ambos iniciamos Profesorado de EGB en 1977. Aún recuerdo su letra clara y pequeña, con suave presión de trazo, signos inequívocos de persona grata y sincera. Éramos, entonces, poco más de cien alumnos de Ciencias en el turno de tarde; era directora doña Manuela, quien impartía Física en el 2ª Curso. Para financiar mi afán de proseguir mi formación estudiando, ya que la beca de Mutualidades Laborales se me había esfumado por hacer de simio revoltoso, me tocó bregar como peón de albañil en una obra de la calle Astorga. Tenía las clases de cinco a nueve y abandonaba el tajo a las seis y media, por lo que salía corriendo para estar allí a las siete menos cinco. En llegando lo primero era pedir, entre los compañeros, novedades y apuntes de las dos clases anteriores; tarea en cierto modo deprimente por razones obvias. Menos mal que Máximo, haciendo suyas mis dificultades, me ayudó. Gracias a él superé, sin ahogos, nueve de las diez asignaturas en junio.

Recupero 1973. Mejor aún: me voy a 1972, a finales de junio. Desnortado y herido estaba en aquel momento, y con catorce ―mi número favorito; el de Cruiff en su camiseta―. Catorce agostos tengo y soy contratado en el Grupo FábricaHVL― como «pinchín», tal era la denominación que me daban los Atilano y compañía del taller, mi primer destino; luego di vacaciones al pinche de Competidora y al de don Mauricio. Finalmente, para terminar el veranillo, sustituí al responsable de las tareas en el Colegio de las monjas y en el Hospital, quien para subir la cuesta de marras se valía de motocarro sin par, ejemplo de ingenio ante la dificultad. De lo acontecido en esa primera experiencia ―como «productor»― en «Nuestra Señora del Camino», recuerdo algún que otro episodio; por ejemplo uno que tiene que ver con la hna. Hilaria. Reservada y exigente, pero correcta en todo momento, me tomó a su cargo durante una tarde calurosísima y le pegamos un repaso de muy señor mío a todos los jardines de la fachada principal, y a la cancha de baloncesto. Le gustaba trabajar, no cabe duda; le gustaba que nadie holgazaneara. A mí no es que me gustasen la escoba, la pala y el rastrillo, pero se me daban bien y uno termina, con el tiempo, apegándose a lo que bien se aprende y da de comer. Sin embargo, aunque no me pareció del todo mal ese agudo celo a la hora de controlar mi labor, creo que se pasó catorce pueblos. Era innecesario: un servidor, sempiterno manso de mansedumbre bien alimentada en la escuela del silencio, no sabía escaquearse.

En fin en fin, paradojas de la vida; sed sin oasis, que sólo hallan remedio en la resignación y en la constante de que «las uvas no estaban maduras» para los «tontos de capirote»; constatación de que a nadie importas y nada puedes hacer. Aun así, no queda otra que seguir en el camino.


Érase una vez una piedra bella y grande, a la que durante largo tiempo lamió el agua. Después el agua se retiró, la piedra quedó al descubierto en un lugar más bien alto, justo donde terminaba un bosquecillo umbroso. Desde allí, dominaba el camino pedregoso que corría bajo ella y le hacían compañía muchas frescas y aromáticas hierbecillas salpicadas de flores.
Un día, mirando el camino, sobre el que habían arrojado muchos guijarros para endurecerlo, le vinieron deseos de dejarse caer en él.
―¿Qué hago aquí arriba, en esta hierba? Yo quiero vivir con mis hermanas: me parece más justo.
Y así diciendo, la piedra se movió, rodando hasta abajo, terminando su rápido recorrido justo en medio de los guijarros cuya compañía tanto deseaba.
Por el camino pasaba de todo: carros con las ruedas recubiertas de hierro, caballos pateadores, campesinos con botas claveteadas, rebaños; así, la hermosa piedra se encontró de pronto en apuros: uno la golpeaba, otro la pisaba, aquél le arrancaba una esquirla; a veces estaba sucia de barro, otras veces emporcada por el estiércol de los animales.
Mirando hacia arriba, hacia el sitio de donde partió, la piedra suspiraba, llorando por aquella soledad y deseando, pero ya en vano, la paz tranquila de antaño.
Esta fábula va dirigida a aquellos que del campo, donde pueden vivir en paz, en el verdor y el silencio, se van ciegamente a la ciudad, a mezclarse con gentes llenas de males infinitos. (2)




(2) «La piedra y el camino»; en la página 80 de «Fábulas y leyendas», de Leonardo de Vinci. Editorial Círculo de Lectores, 1973.

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