En sonando la sirena del grupo Fábrica, iniciaba mis obligaciones. Lo primero, regar los jardines. Así, cuando el sol asomaba la patita y quebraba los grises, me divertía pulverizando el chorro de agua para pintar de colores el aire, mientras llegaban a mis oídos los cánticos de las religiosas. Era feliz en mi jaula de sueños, pues, «cuando sale la luz, ¿quién no se alegra? Las árboles parece que despiertan y se ríen, y se visten de librea con unos entreclaros y obscuros que hacen los rayos de sol pasando por las ramas. Las hierbecitas, ajadas y mustias con la tiniebla, resucitan. Las flores, encogidas y como viudas tocadas, a la luz que viene despliegan sus hojas y descubren la belleza de su rostro, y se alegran y lavan la cara con el rocío del cielo. Abren las rosas sus capullos y exhalan grande fragancia de olores que, con la humedad de la noche, han estado soñolientos y retraídos. Gorjean las avecicas en los árboles, y reciben a la luz con su música... ¡Oh Luz divina! En saliendo vos, ¿quién no se alegra?» (1)
Con el bautizo del nuevo amanecer retrocedían las sombras de la noche, los demonios se iban y todo se me pintaba «como Dios manda». Iba entonces a buscar la correspondencia y la leche; a la vuelta entraba en la cocina de la Comunidad. Perenne, allí estaba la hna. María, una mujer grande y fuerte, con voz amable y rotunda, y a quien nunca supe decir que no: cuando me ofrecía el diario vaso de leche ―natural de vaca―, me lo bebía sin rechistar; si bien me resultaba de pesadísima digestión, ya que mi estómago ―perpetuo enemigo mío― estaba hecho al caldo ligero de «Aly». Resumiendo: la hermana encargada de la manducatoria me asistía en mi déficit de calcio, me daba la lista de compras y un servidor, carretillo en ristre, descendía ingrávido por la cuesta del hospital camino del economato viejo, que daría paso al nuevo en pocos meses.
Dejo en este punto mis historias de aquel espacio-tiempo; en octubre hablaré de las hermanas Avelina, Hilaria, Pilar, Josefa, Carmen, Rosario, Gonzala ―sobre todo ella, la hna. Gonzala―, y de María Rosa, la madre superiora. Y lo dejo porque termina septiembre, que muere matando: la sede de la Soberanía Nacional es ya cadáver. Convertido el Parlamento en un camarote marxista-separatista, en un pinganillo patético y andrajoso, todo cabe por el aliviadero penal del «sanchecismo». Todo cabe menos la prudencia y el buen gobierno. Antaño, los hombres y mujeres de esta tierra de pan y vino hacían amor y familia; hogaño, se hacen la guerra por causa de malandrines cizañeros. Andan los corazones secos y duros como castañas pilongas; las venas sin sangre andan. Por ellas circula julepe y odio. Por las arterias de la Nación circulan pajes de la locura cargados de razones humanitarias.
La nuez y el campanario.
Una corneja cogió una nuez y la llevó a la punta de un alto campanario. Sosteniendo la nuez con las patas, el pájaro la empezó a picotear para abrirla; pero, de pronto, la nuez rodó y desapareció en una hendidura de la pared.
―¡Pared, buena pared ―suplicó entonces la nuez al verse liberada del pico mortífero de la corneja―, en nombre de Dios, que ha sido bueno contigo haciéndote tan sólida y alta, rica en hermosas campanas que suenan tan bien, socórreme, ten compasión de mí! Yo estaba destinada a caer bajo las ramas de mi viejo padre ―continuó― para descansar sobre la tierra fértil cubierta de hojas amarillas. ¡No me abandones, te lo suplico! Cuando estaba en el pico de la feroz corneja hice un voto: si Dios me concede escaparme de ella, prometo terminar el resto de mis días en cualquier rincón.
Las campanas, con un leve murmullo, advirtieron a la pared del campanario que fuera con cuidado, porque la nuez podía ser peligrosa; pero la pared, movida a compasión, decidió hospedarla, permitiendo que se quedase donde había caído.
Sin embargo, en poco tiempo, la nuez comenzó a abrirse y a echar raíces entre las grietas de las piedras; después las raíces crecieron, alargándose entre las piedras mientras las ramas asomaban fuera del agujero; y crecieron las ramas y se robustecieron y se alzaron hasta el campanario, y las raíces, gruesas y retorcidas, comenzaron a abatir la pared, derribando las viejas piedras.
La pared se dio cuenta demasiado tarde de que la humildad de la nuez y su voto de quedarse arrinconada no fueron sinceros, y se arrepintió de no haber escuchado el sabio consejo de las campanas.
El nogal continuaba creciendo, fuerte e indiferente, y la pared, la pobre pared, seguía desplomándose. (2)
(1) De Alonso Cabrera. Recogido por Ricardo León en las páginas 76 y 77 de su libro «Los Caballeros de la Cruz». Editorial Victoriano Suárez. Madrid, 1942.
(2) «La nuez y el campanario», en la página 78 del libro «Fábulas y leyendas», de Leonardo de Vinci. Editorial Círculo de Lectores. Barcelona, 1973.
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