martes, 15 de octubre de 2024

La bigarda

 

No soy poltrón ni perezoso. Criado en Ciñera, pueblo tuyo y mío, aprendí a obedecer; mas, en horas de nadie hacía de mi capa un sayo: jugaba. En ocasiones a la bigarda, que no es contienda de medio pelo sino cáustico adiestramiento para el día de mañana, ese hueso tan duro de roer.

En la bigarda no hay amigos: es una pelea de todos contra todos. El terreno de juego, preferiblemente blando y a ser posible de hierba; la herramienta, un palo acorde con la talla de quien lo utiliza, resistente y terminado en punta: con él se golpea la bigarda —palo corto de unos treinta centímetros— y se cava en las casas-hoyo de los prójimos. Los jugadores se colocan formando una curva cerrada, distanciados unos de otros lo suficiente para ejecutar correctamente lanzamientos y golpeos. Su número no es fijo; aunque ya se sabe cuál es el ideal en todo encuentro lúdico que no sea por equipos: más de tres —Gracias— y menos de nueve —Musas—. Entre todos ellos destaca el tonto útil, por decirlo de alguna manera, que no es sino aquel a quien la china le ha tocado, y que va lanzando el palín al resto, uno tras otro, comenzando por su izquierda y siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Cuando el tal realiza un lanzamiento pasándose de listo, para provocar el fallo, ha de repetirlo; si es conforme a las reglas por todos aceptadas y el destinatario falla, se produce un cambio de papeles quedando este último en las tareas de memo instrumental. Ahora bien, pongámonos en el caso de que no yerra el golpe y manda lejos —muy lejos— la susodicha. ¿Qué sucede? Que al lanzador le toca correr. Y corre que te corre a todo trapo —y con el alma en vilo— tras el dichoso palico de marras; corre que te corre visiblemente angustiado del estropicio en su agujero, zanja o socavón mientras el resto de jugadores, a dos carrillos, se meriendan el emplazamiento-bujeril del menda corredor: cavan que te cavan y roban que te roban la codiciada tierra, que amontonan junto a sus respectivos aposentos-gujerados. Con todo, en el supuesto de que nuestro sufridor necesario recuperase la bigarda en un periquete, y fuera diestro para lanzarla y acertar con alguno de los bujeros-casa, el dueño del mismo se convertiría en el nuevo bobo para todo.

La pugna concluye —o abre las puertas del hasta aquí hemos llegado— si lo rubrica el que peor está respecto al volumen de tierras y tamaño del estropicio de la hoya (o cuando cae la noche y aparecen las luciérnagas). Pues bien; concluido el toma y daca —lanzamientos, golpeos, carreras, cavados, portes, piques y demás—, se hace inventario: quienes no sean capaces de rellenar sus respectivos abujeros, pierden; quienes sí, ganan, son los vencedores. Ellos pondrán la guinda de la siguiente manera: en tropel bochinchero —cual manada, jauría o cosa del infierno— correrán tras los infortunados y —sin pega pija ni achicadura humanitaria— les arrojarán sobre la espalda el sobrante de su acción predadora.

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