Por Benjamín se me conoce; aunque de haber seguido mis padres la tradición me llamaría José (al ser éste nombre de mi padre y ser yo tercer varón). No es así; tampoco importa demasiado. Soy hoja de otoño, artificio de artificios y suma de restas, barrunto de una ficción; un Panza sin armadura y con arrugas de cristal en las posaderas. Criado en un espacio de silencios y carbón ―en la Ciñera ceñida de peñas y riscos― aprendí a no pedir, a no llorar; y aprendí en el esfuerzo que todo cuesta «sangre, trabajo, lágrimas y sudor», sabiendo lo necesario de urbanidad y buenas costumbres. La escasez me abrió los ojos. Con ellos he podido ver un poco de todo, y con la luz del pobre ―amando la vida― he caminado en la niebla.
He llegado, indefectiblemente, a ninguna parte: al siglo XXI. A lo tonto vivo ya septiembre del 2023, cuando mil avisperos y líos patrios hacen que mi ser tiemble y no halle reposo. Sepan que anoche cuando dormía en mi chiribitil soñé ―¡maldita zozobra!― que la chifladura crecía; sepan que anoche cuando vueltas y vueltas daba sobre colchón de guijarros soñé ―¡maldita pesadilla!― que andaba suelto el lobo, y Pedro tan campante. Asimismo sepan que cuando el mal no mejora, empeora, y que «río arriba, río arriba nunca el agua subirá, que en el mundo río abajo, río abajo todo va». (1)
Peor mes el año no tiene, y tan sólo he visto de septiembre cuatro días ―y cuatro días dan para mucho, tal y como ha señalado la señora Calviño no hace tanto―. Efectivamente, dan para incontables felonías. En este mundillo de los tejemanejes no descansan los ingenieros de lo social: siguen y siguen con el sempiterno encaje de bolas, pasteleos y el aquí está el gran pacificador. ¡Cuán lóbrega es la democracia sin Ley, sin alma!… Late el luto bajo cándidos barnices de marco constitucional.
Había una vez un país de imprudentes paisanos y paisanas, todos con derecho al paisaje y con una lengua común e idéntico fin: suicidarse de la manera más estúpida posible. Tenía el mismo incomparables territorios que, según el momento histórico y animosidad de unos y otros, recibían títulos diferentes. Así, lo que inicialmente se conocía como región pasó a llamarse comunidad autónoma, luego nacionalidad histórica y finalmente ―¡con un par!― se cuadró el círculo: se llamó nación sin Estado y con derecho a decidir. Nunca ―«¡jamás, jamás, jamás!»― se me hubiera ocurrido. En esta tierra de conejos, hoy de gallinas, se ponía en marcha un engendro plurinacional en que los terruños pasaban a ser más importantes que las personas, y las nacioncillas más que la Nación. Tan eufóricos estaban los promotores del invento, que se decían: «Ea, vamos a levantar muros lingüísticos.» Después añadieron: «Proclamemos unilateralmente la independencia, y pidamos a seculares enemigos del aborrecido yugo el apoyo.» Pero sucedió que bajó Dios a ver dicho país, y a ver la batahola encaballada. Y dijo Dios: «Hete aquí que todos son un mismo pueblo con una lengua común y se disponen, grotescamente, a parlamentar con pinganillos. ¿Tienen sexo en la sesera? ¿No saben que todo tiene consecuencias? Les privaré del habla, para que no puedan mentir; les haré una pelota con la lengua, para que no puedan envenenar; les encresparé la boca llenándola de acíbar. Ea, pues.» Y aconteció que los secesionistas salieron corriendo por la gatera, y los nefastos gobiernos centrales fueron arrojados al muladar. Dios había frustrado una intentona, la penúltima de una serie infinita, embrollando el diabólico plan de todos contra España. Por eso se llamó Galimatías a toda esta historia.
Una de las cosas que más escasean en el mundo es la prudencia. Conociendo esto un filósofo, ¿qué hizo? Tomó una mesita y una silla y se fue al mercado, donde permanecía horas enteras como uno de tantos vendedores.
Divulgose el hecho por la ciudad y se acercaban a él multitud de curiosos preguntando:
―¿Qué vendes?
―Vendo prudencia ―respondía el filósofo.
La respuesta se oía con grandes carcajadas, y de todas partes iban y venían para reírse de él.
Un día pasó por allí el rey, y le dijo:
―¿Qué haces ahí?
―Señor ―le respondió―, vendo prudencia.
―¿Y cómo sabrás tú venderme la prudencia que necesito?
―Yo os daré un consejo ―dijo el filósofo― que si lo ponéis en práctica no os arrepentiréis jamás. El consejo es éste: «Nada habléis ni emprendáis sin haber pensado y meditado antes sus consecuencias.»
El rey reflexionó un instante, y tanto le agradó el consejo que mandó escribirlo sobre la puerta de su palacio. (2)
(1) Copla recogida por Ricardo León en la página 213 de su libro «Los caballeros de la Cruz». Editorial Victoriano Suárez. Madrid, 1942.
(2) «De la prudencia», página 70 del libro «Lecturas de oro», de Ezequiel Solana.
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