lunes, 7 de octubre de 2024

El tren de «los iluminados»

 

Desde aquel remoto tránsito en que las películas de «vaqueros» eran el pan nuestro de cada domingo, en la sala por todos conocida como «cine viejo» (de nombre, si no recuerdo mal, «Santa Bárbara», ubicado en la calle más alta y más al este de Ciñera de Gordón, tras una de las «casonas», subiendo una escalinata de cemento, y donde a finales de los cincuenta cantó el gran Antonio Molina, quien —según contaba mi padre— cantó de todo menos el «Soy minero»). Desde que era un «guajín», digo, me han gustado los Wésterns. Por eso, ahora que todo bidimensionalmente parece hacedero, he querido figurar como extra en «Pat Garrett y Billy the Kid», de Sam Peckinpah. Dos razones tengo para ello: el año de su estreno ―1973― y el tema, una vieja conocida de actores y actrices de la «España trágica»: la traición a un amigo, a un compañero, a un pasado común.

Si alguien piensa que jugar con las cosas de comer no tiene consecuencias, es que no ha pasado «hambre de siete días». No teme. Octubre, que todo lo encubre, se irá pletórico en malas mañas; detrás y a la carrera vendrá noviembre, que no es manco en lo que a perjurios se refiere. De seguir así, nos iremos todos al guano de la historia. Tras el asesinato de Julio César, Marco Antonio decía: «¡Oh, perdóname, trozo de barro ensangrentado, que aparezca suave y humilde con estos carniceros! ¡Tú representas la ruina del hombre más insigne que viviera jamás en el curso de las épocas! ¡Ay de las manos que vertieron esta preciosa sangre! ¡Ante tus heridas, frescas todavía —cuyas mudas bocas, cuyos rojizos labios se entreabren para invocar de mi lengua la voz y la expresión—, profetizo ahora: caerá una maldición sobre los huesos del hombre: discordias intestinas y los furores de la guerra civil devastarán a Italia entera! ¡Sangre y destrucción serán tan comunes y las escenas de muerte tan familiares que las madres se contentarán con sonreír ante la vista de sus niños descuartizados por las manos de la guerra! ¡Las acciones bárbaras sofocarán toda piedad! ¡Y el espíritu de César, hambriento de venganza, vendrá en compañía de Atis, salida del infierno, y gritará en estos confines con su regia voz: "¡Matanza!", y desencadenará los perros de la guerra! ¡Este crimen se extenderá a todo el universo por los ayes de los moribundos solicitando sepultura!» (1)

En un santiamén se apaga la belleza cuando nos subimos al tren de «los iluminados», cuyo progreso no es sino un brebaje de mentiras e ignorancia. Creen ganar futuro, y tiempo, como si éste no fuese de Dios; perforar túneles para extraerlo no deja de ser un despropósito, un esfuerzo inútil. ¿De qué sirve llegar antes a ninguna parte? «Y lo peor es preguntarte si a la mañana siguiente tendrás fuerzas para continuar lo que hiciste la víspera y desde hace tanto tiempo, en dónde encontrarás la fuerza para esas gestiones imbéciles, los mil proyectos que no conducen a nada, las tentativas para salir de la abrumadora necesidad, tentativas que siempre abortan, y todo para convencerse una vez más que el destino es insuperable, que cada noche hay que caer de nuevo al pie de la muralla, bajo la angustia de ese mañana siempre más precario, más sórdido.» (2)




(1) Página 58; «Julio César», de Shakespeare. Publicado en 1594. Fuente, Wikisource; edición, Madrid, 1921; traductor, Luis Astrana Marín.
(2) Página 158; «Viaje al fin de la noche», de Louis Ferdinand Céline. Editorial Seix Barral, 1983.

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