Héteme ahí, sentado en la última fila de «un tranvía llamado deseo». Va éste circulando entre cascotes, cascajos y ripios hacia un precario amanecer; a los mandos, la luna vestida de luces. Tal es mi portada de hoy. La he resuelto con la fotografía de un servidor en la escalinata de la catedral compostelana, en julio de 1970, y un fotograma de Dade´s-kaden, película de Akira Kurosawa estrenada en octubre del mismo año. Así la he diseñado porque «vivo viviendo lo que ya es polvo», y porque me gusta el cine de antes y me asquea el de ahora, en que los perros hablan y los humanos ladran.
Vivo viviendo 1970. Es octubre. Para quienes fuimos educados a la sombra de la HVL —desde los cuatro años en párvulos—, aquel mes fue señalado. Tras un veranillo sólito y calmoso, cuyo final se trocó en tricornios por «alteración del orden público» —que dejo para ocasión futura—, estrenamos colegio. Las obras estaban sin concluir cuando viejos alumnos y viejos profesores, y nueva dirección, se daban cita en los inicios del nuevo curso. Un total de 268 alumnos distribuidos de la siguiente manera: 60 en Primero, 36 en Segundo, 42 en Tercero, 37 en Cuarto, 93 suman Quinto y Sexto (mixtos y con grupos de Letras y de Ciencias). Previamente, se había llevado a cabo un golpe de timón en el Santa Bárbara. Transcurridos tres años desde la fundación del mismo, la Empresa —por variadas razones— aprovechó el traslado al nuevo edificio para encomendar su gestión a los Maristas. Así, el colegio de Bachillerato Elemental nacido en el 67/68 en las viejas instalaciones de la Escuela de Aprendices, y dirigido por don Feliciano Martínez Redondo, moría para renacer con el vigor necesario ante una década crucial (una «letra de Pitágoras» mal resuelta en casi todo, visto lo visto a lo largo de diez lustros). Añadir, para cerrar este párrafo, tres o cuatro pinceladas en torno a los recién desembarcados en Santa Lucía de Gordón. «Aquí llegué a primeros de Octubre cargado de ilusiones y sin miedo al trabajo y responsabilidad, que gustoso acepté». Estas palabras del hno. Ampudia, primer director del Maristas Santa Bárbara (sin abandonar la dirección del San José de la capital leonesa), formaban parte de la presentación realizada por él mismo en la revista Hornaguera de febrero de 1971. De su mano llegaban el hno. Flecha, el hno. Saturnino y quien fue, desde su puesto de Jefe de Estudios, principal organizador del proyecto educativo que se ponía en marcha: el hno. Serafín. Hombre incansable y sobrado de ironía, valiente y de frente despejada —y no me refiero a su incipiente calvicie—. Cauto hasta el punto de impartir sus clases con los brazos cruzados, y extendiendo la mano derecha de tal forma que casi se cubría la boca, como filtrando los pensamientos que por ella le salían. Jovial y accesible, nunca nos hablaba desde la tarima; en todo momento permanecía en el centro de la primera fila de pupitres, de pie. Su dicción era casi un bisbiseo, mas suficientemente apoyada en las vocales. Tolerante, pero sólo hasta límites razonables: cuando nos rebullíamos en clase, daba por concluidas las explicaciones y a estudiar —cosa que se aparentaba inclinando la cabeza sobre el libro— en el más absoluto silencio. Aún conservo la imagen de aquel hombre fiel a su bata blanca, y que fue mi profesor de Lengua Española e Historia de España y Universal en 2º y 3º respectivamente.
«Todo pasa. Pasan pompas y vanidades, pasa la nombradía como la oscuridad. Nada quedará, a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una cosa sola, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una cosa sola te será contada, y es tu Obra Bien Hecha.» (1)
(1) Palabras de Eugenio D´Ors, en la página 7 del libro para 2º Curso de Bachiller General cuyo título es «Aprendiz de hombre», de G. Torrente Ballester. Editorial Doncel, 2ª edición, 1961.
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