sábado, 1 de junio de 2024

La angustia de vivir

En 1954 Grace Kelly rodaba la que fue su despedida: «Country girl», estrenada en España con el título «La angustia de vivir». En el cine Emilia de Ciñera ―pueblo umbroso y montaraz―, la proyectaron en 1964 junto a otras de parecida excelencia (por ejemplo, el 12/01/1964 se vio «La ciudad cautiva», protagonizada por David Niven; el 14/03/1964, «Una lección de amor», dirigida por Ingmar Bergman; el 13/06/1964, «Juicio Universal», de Vittorio de Sica; el 20/09/1964, «Matar a un ruiseñor», con Gregory Peck).

En Chinchilla de Montearagón, cuando aún el incienso de una guerra fratricida impregnaba los ánimos, un hombre, forzado por no se sabe qué (posiblemente la infausta precariedad, o el ansia de correrías que alberga la inmadurez; o quizás engatusado por las interesadas entelequias de algunos de sus «paisanos» (1), que habían regresado para disfrutar las fiestas del cinco de agosto). El caso es que toma una decisión característica de aquel periodo: emigrar. Y así, embarcado en la aventura menos heroica, la de sobrevivir ―con veintiséis años, casado y con un chiquillo de casi doce meses―, debió de conjeturar que no le quedaba otra que seguir la estrella del norte: hacerse minero en las montañas de León. En 1954. (Algo parecido a mezclar berzas con capachos o churras con merinas; que bien poco se parecen los crepúsculos manchegos ―cargados de arreboles y bien dibujada su línea de horizonte― a las vaporosas y «morrongueras» luces al alba, y noches prematuras, de los recónditos valles gordoneses.) 


Y se aplicó en el desatino como nadie, y nadie fue capaz de quitárselo del magín, ni siquiera su esposa; y nadie sabe, a día de hoy, si liar los bártulos con tanta premura fue «lo mejor», pues nadie vislumbra esa «realidad en la que todo está imbricado en todo y el acontecer fluye como una correa sin fin» (2). ¿Fue la guedeja de la ocasión que se le presentó sencillamente humo, del que se agarró para sobrevolar el atascadero en que vivía? Con todo, «el acierto o el error recaen sobre la vida entera, de la cual se siente uno, hasta cierto punto, responsable. Sólo hasta cierto punto, porque esa vida no es "creación", ya que se recibe, se encuentra uno en y con ella, y se hace con las cosas, que en principio no están en la mano de uno y pueden ser decisivamente adversas» (3).


 En y con la desesperanza se topó «ese hombre» al tocar suelo en el apeadero de Ciñera. Llegó con poco ato, atado de pies y manos y henchido de sinsabores (a ochocientos kilómetros quedaban mujer e hijo a la espera). Se dirigió a la casa ―en La Vid de Gordón― de los inspiradores de la mudanza, beneficiarios y benefactores del trajín en curso, quienes le proporcionaron comida y cama por un módico precio. Tras el largo viaje, a plomo cayó sobre el camastro de su modesto refugio. Estaba cansado. Apagó de un soplo la engañosa luz que la patrona le había puesto sobre la mesilla de noche y miró, buscando quietud,  al «séptimo cielo»; mas, en ese instante, un charco de tristezas se apoderó de sus ojos y le hizo entrever el rostro ceñudo de la angustia, el abandono, el fracaso, la preocupación. «Salir de Málaga y meterse en Malagón» no parecía un buen negocio. Sin embargo, ¿qué interés habría de tener el Hacedor de todas las esencias, para llevarle de bien en mal y de mal en peor; a él, hoja seca de un árbol «desahuciado del mundo y de la gloria» (4)? ¿Por qué temer lo que puede y debe suceder? Él no pedía cotufas en el golfo, cosas imposibles; no pedía nada que no fuera humanamente accesible. Pedía levantarse del polvo de la tierra, con su esfuerzo. Sin más.


Y sin menos. «El inmigrante no es simplemente el que se ha ido y ha llegado, sino el que han echado objetivamente mediante el paro y el hambre y que llega a un lugar inhóspito y desconocido para él donde tendrá trabajo y donde pasará menos hambre, pero que pertenece a los mismos que lo expulsaron de su tierra. No obstante, la diferencia es que, en términos individuales, se puede uno escapar de la relación de explotación con mayor probabilidad en el punto de inmigración que en el origen» (5). Esto último él lo presentía, y apostó por el brinco, por la cabriola,  «por el cambio»; que habiendo nacido libre no habría de vivir en hoto de otro, sino fiado de sí mismo. Incomprensiblemente, la duda se le apareció en llegando a «la tierra prometida». ¿Se había equivocado? «Después de haber hecho algo, se tiene la impresión imperiosa de haber podido hacer otra cosa» (6).


José ―así se llamaba «ese hombre»― quizás no viera otra posibilidad e hizo camino andando y dando palos de ciego. Ahora bien: si persistir entre los suyos con lo suyo ―la vida en el campo― era complicado, pues la economía española de aquella década se mantenía «gracias a que el conjunto de los jornaleros agrícolas [recibía] una masa salarial por debajo de los niveles mínimos de subsistencia» (7), desarmar el nido y levantar vuelo ―sin alas ni trampolín― no lo era menos. De haber contado hasta diez José, ciertamente «su Nieves» (8) no habría padecido el desarraigo (que tanto dolor les causó: a ella, por ser mujer y apegarse a la familia ―sobre todo a su madre, viuda desde 1936, y a su hermana mayor―; y por supuesto a él, aunque supiera ocultarlo); de haber pensado con la flema y reposo que los bueyes caminan, otro hubiese sido el cuento. (Mas, en fin en fin, no hay ucronías que valgan en este ayer imaginado. No hay más: el pobre anda estaciones para poder vivir trabajando, que no es poco; que siendo de toda imposibilidad imposible cambiar el rumbo de las cosas, mejor armar la paciencia ―esa «virtud en que habíamos de estar siempre pensando con grande vigilancia para resistir las tentaciones que nos atormentan dentro y fuera» (9)―. Mejor llegar al ancladero que hundirse lastrado de manías, fobias y malquerencias de clase. «¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!» (10).)


Aquella noche, José durmió poco y mal; perdido en una espesura de sombras y envuelto y revuelto en indómitas pesadillas, fue incapaz de sosegar. Ni siquiera el colchón de borra le borró la sensación de náufrago. A la deriva en una presa preñada de silencios y carbón, desamparado de las armas y sin dinero, dolido y harto de historias, temeroso, habría de sacar fuerzas de flaquezas; que teniendo sólo dos manos, no caben fachendas de señorito. Si la diligencia es madre de la buena fortuna, y si en la tardanza está el peligro, ¿qué hacía tumbado en la cama como un muerto? ¡Arriba, «españolito que vienes al mundo»!… El aroma de algo parecido al «néctar de los dioses blancos», con más achicoria de lo apetecible, le invitó a salir de su tabuco; aún no había sonado «la sirena de las ocho». Sobre la mesa de la cocina, el ama le puso un tazón lleno del mencionado sucedáneo, al cual José añadió un chorro chico de leche condensada; también la dueña le había puesto una hogaza de «la Socorro» (aún con el obrador en La Vid). José cortó un trozo con «herramienta de Albacete», que siempre consigo tenía, y moja que te moja desayunó con gusto, pues no hay «pan duro» cuando se tiene hambre verdadera.


En latiendo la cantera ―ruido y polvo, polvo y ruido―; a eso de las ocho, salió José a la «calle sin sol». Sintió escalofríos. (Por el camino del cementerio, melancólico bajaba «Lorenzillo» con ratoniles rayos, señal de agua: se despedía «el veranico» de San Miguel; octubre, llorando, anunciaba el largo invierno de León, que aleja pulgas y piojos, mitiga tufos y congela el habla.) No había traído ropa de abrigo; pero ya se las arreglaría. Levantó el cuello de la americana y con gesto ceñudo ―como queriendo espantar males de ojo y piedras del camino― se puso en marcha. Estando como estaba en el fondo del fondo de una poza, rodeado de riscos, no le quedaba otra que seguir de frente y llevar a buen término su propósito. ¡Ni un paso atrás! Con una idea fija en mente ―acercarse hasta las oficinas de la HVL― caminaba conforme a las indicaciones que le había dado la patrona: todo recto sin salirse de la carretera, y en llegando a Santa Lucía, descender por la calle de la estación unos cien metros. Parecía sencillo. ¿«Llegar y besar el santo»?…

 

(De lo que aconteció a José durante aquella mañana gris, haré ficción en cuanto me sea llevadero. En la misma comentaré la pelotera que mantuvo con el conserje ―de su señor fiel escudero, pero desapacible y brusco en el trato con infortunados primerizos―, la cual se desarrolló en el hall de lo que se conocía como «la Dirección», sin par fortaleza de chalets, oficinas, «murallas humanas» y muros ―gigantescos muros― de aviso.) 



(1) En la página 56 de su libro «40 años después» (Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976) dice don Amando de Miguel: «Se ha exagerado mucho el drama del desarraigo cultural que supone el que el emigrante se aísle de su pueblo o de su familia de origen. La verdad es que ese modelo del emigrante individual no corresponde a la realidad. Lo que sucede más bien es que el emigrante se traslada con la familia, o impulsado por algún pariente que ha dado antes el salto y que le coloca en el lugar de destino, donde enseguida se relaciona con otros "paisanos". Candel cuenta el hecho de muchas zonas industriales catalanas en las que los inmigrantes se agrupan en bloques de una misma provincia y a veces de un mismo pueblo». Abundando en la misma idea, destacar que fueron muchas las familias, procedentes de Chinchilla y sus alrededores, que se juntaron en La Vid, Ciñera y Santa Lucía. Podríamos decir que formaron una pequeña colonia cuyos miembros, inicialmente, compartían espacios y tiempos, apoyándose.

(2) En la página 14 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976. 

(3) En la página 25 de «Tratado de lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.

(4) Título que lleva un libro de Torres Villarroel, del que tomaré notas próximamente.

(5) En la página 63 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.

(6) En la página 24 de «Lo mejor». Julián Marías. Alianza Editorial, 1995.

(7) En la página 55 de «40 años después». Amando de Miguel. Mundo Actual Ediciones. Barcelona, 1976.

(8) Cuando había que referirse al cónyuge o a los hijos, era costumbre manchega utilizar posesivo más nombre. «Su Nieves», decía José. Por la que bebía los vientos. Para ella escribía versos como estos: «A mi querida pequeña: Mira esta foto chiquilla, / porque en ella encontrarás / el corazón de un morito / palpitando sin cesar; / y en sus latidos cobija / tu recuerdo sin igual, / confiando en un mañana / lleno de felicidad. Tu José.» (Un romance tierno y esperanzado. Era el año de 1951; en Inca, Palma de Mallorca; durante la mili.)

(9) En la página 305 de «Vida del escudero Marcos de Obregón». Vicente Espinel. Promoción y Ediciones. Madrid, 1980.

(10) En la página 680 de «Don Quijote de la Mancha». Miguel de Cervantes. RBA Editores; Barcelona, 1994. 


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