domingo, 18 de agosto de 2024

«Mostaza» (don Victorino, segunda parte)

 

En tierra dura y de azotes amoratada, donde no hay fiesta sino en el barro y los carámbanos son de aúpa ―¡aúpa Hullera!, dice un señor que fuma en pipa mientras los jugadores sobre fangal corren y patean el balón de riguroso cuero―; en tierra severa y de castigos ennegrecida cae un humilde grano de mostaza. Estamos a finales de los cincuenta, recién inaugurada la iglesia construida por don Emilio, a punto de publicar su nº 1 la revista Hornaguera, donde nuestro párroco ensayará como escritor. Del Seminario ―cuando es el obispo Almarcha eje político-religioso― nos viene un principiante como pescador de hombres, un abnegado soldado de Cristo; pero así como desea echar raíces y buscar en la oración el bien de todos sus feligreses, asimismo esconde un algo indescifrable ―una multitud de anhelos, un sinnúmero de figuraciones―, una impaciencia que le hace ir más allá de sus votos y almibarar cierto mejunje obrerista que despierte al manso, al explotado, al menesteroso. Quiere ser otra cosa. ¿Quiere la luna?



En los sesenta, década llena de prodigios, habita entre nosotros. Llega de negro hasta los tobillos a finales de los cincuenta; desaparece, agiornado hasta la coronilla, en 1973. Hablo de don Victorino, quien con sotanilla de peón albañil ―en 1970― baja del púlpito y se nos sube al psicodélico andamio de la Iglesia suicida, en ONG resucitada. En nuestra parroquia parda, bajo un cielo cazurro y cicatero, ¿qué absurdo están regalando tiempos de Concilio? Mejor guardo silencio, pues son materias recónditas: lo mismo dan de sí conocidas que ignoradas. Tal vez por malaventura comienza el baile de hábitos y ropones un veinticinco de enero de 1959, fecha en que Juan XXIII anuncia en la basílica de San Pablo Extramuros, a los Cardenales, su propósito de llamar a capítulo; se «masoneriza», se «zurderiza», se extravía Pablo VI cuando acepta de nuevo el movimiento de curas-obreros nacido en los cuarenta.



Pues bien: de todo lo anterior, chiquillo de mis entrañas, nada entendemos; nada somos capaces de sentir. Lo que pasa por las chollas de los amos desamados, que se lo coman con su pan. Por tanto, aprovecha que hoy es domingo. Aparca la bicicleta y el balón; aparca los juegos y deja de arrastrarte por la ceniza; aparca los deberes de la escuela y los «mandaos». Pero ándate con cuidado: tocan a misa de 10:30 y es obligada para los niños ―género epiceno―. Y a ti te gusta, no se te hace pesada; te abre las puertas de la gloria. Sobre todo esta mañana dominical de junio, porque don Victorino te ha elegido para leer los Evangelios, que transitan por la parábola del grano de mostaza:


El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que un hombre siembra en su campo. Es la más pequeña entre todas las semillas; pero una vez que se ha desarrollado es la más grande de todas las hortalizas. Y llega a hacerse arbusto, de modo que las aves del cielo vienen a posarse en sus ramas. (Mateo 13: 31-33)


―No está mal, guajín. Lo harías mejor si no te formaras ese taco morrocotudo con los números sembrados entre las frases (que, cuidadito con ellos, no están para ser leídos); te falta un poquito de fuerza y te sobran nervios. Aunque no importa: con los años todo se aprende y nada se sabe… (No sé si llevas la propina. ¿Llevas las dos pesetas? Guárdalas bien para comprarte las pipas y los frescolines. No creas que no me sé lo que te cuestan; en ocasiones, cientos de pasos en torno a la mesa de la cocina. En la casa del achuchado, conseguir es tedioso y cáustico. Nadie regala nada.)


En tu pueblo y el mío brotó aquel grano de mostaza, y no tuvo tiempo de hacerse arbusto, y las aves del cielo no se posaron en sus ramas. En tu pueblo ángel mío se amustió el florido pensil, se agostó la inocencia, y la casa del Señor se puso al día engendrando la noche. Crecieron por doquier curas-obreros, que no eran obreros ni curas sino... ¿liberados sindicales?


―Creo que no ves blanco. ¿Por qué les tienes tanta ojeriza, tanto enojo, tanto rechazo a quienes hacen de la injusticia el motor de sus anhelos; aunque se les llene la boca con perogrulladas como explotadores y explotados?

―No hay razón y sí muchas razones, y todas las guardo bajo llave; otro día te abro la caja de los truenos. Ahora te pido ayuda para encontrar una explicación a estas metempsicosis, a estas mutaciones, a estas mudanzas enloquecidas de nuestro cura; por eso he de centrarme. Sabes bien que si me dejara llevar…

―Ya, ya, céntrate la palabra y sigue con tu aparte. Pareces un presentador de televisión encantado de haberse conocido, que hace aspavientos y hace la ojiva como si en ello le fuese la salud. Si te dejaras llevar, talludito de mis agonías, lleno como estás de yerros negros como el carbón, ¿qué harías?

―Nada, lo sabes bien: no soy de los que atizan el fuego con la espada ni piedra que ladre.

―¡A otro perro con ese hueso, vejestorio! Las piedras no hablan. A mí no me la das, Caifás; no me fío de ti. ¡Olvídame!

―No puedo borrarte de mi memoria; y allá tú si desconfías. Has de saber que la duda es la esencia de lo inerte: quien duda, la palma. ¿Sabes que un poco de fe nunca viene mal? Revivifica y llena los vacíos de rutinas, quehaceres y demás remedos. Así que hagamos algo. ¡Ponte las pilas!

―¡Qué modernidades las de mi futurible «don Arrugao»!

―No me sises argumentos y vayamos al grano. ¿Te parece bien que juntos descifremos el embrollo, la maraña, el babel de nuestro párroco analizando minuciosamente sus artículos? Pues manos a la obra.


El primero se titula Oración ante un montón de carbón, publicado en el nº 18 (febrero de 1962), cuando la Empresa pretende ―a partir del nº 17― ordenar y normalizar su revista Hornaguera, rearmarla contratando los servicios de un mercenario de la pluma, don Victoriano Crémer; y dotarla de todos aquellos atractivos que la hagan especialmente deseable. Mas lo cierto es que destacados eventos ―la medalla de oro al mérito del trabajo y la programada visita de Franco― hacen que los máximos responsables caigan en el artificio de que la mejor opción es jugar sobre seguro: ir de la mano de un autor reconocido, que sepa dar realce a tales efemérides (en los números 17 y 25 respectivamente). Creo que no aciertan, malogrando un proyecto inicialmente prometedor. A mi juicio, Víctor León ―tal es el seudónimo del señor Crémer―, cuya primera medida es el cambio de imprenta ―de Mijares a Casado― carece de objetivo sereno y franco, y tiene otras inquietudes, otros afectos: es de otra cuerda. Su elección constituye una verdadera pifia; sobre todo porque tenemos entre nosotros a un hombre más leal, sin fingimientos, próximo al mundo editorial y con una prosa que no se extravía en manierismos ni florituras (más idónea, por tanto, al fin pretendido). Me refiero a don Ángel Sabugo. Aunque no es esto de lo que quiero hablar, sino de Oración ante un montón de carbón:

«Tengo ojeriza, Señor, al carbón ―escribe premonitoriamente don Victorino― y me va a resultar difícil hacer oración ante ese montoncito que han dejado a mi puerta». No cabe duda que acierta: hoy en día, ¿quién no le tiene malquerencia? En febrero de 1962 da en el clavo cuando, por tres veces, nos dice: «tengo antipatía al carbón»; cuando escribe: «¿Cómo quieres que tus esforzados hijos ―obreros y empresarios― oren ante esas negras montañas, gigantes siempre con mal ceño y amenazantes?» (Menos mal que los empresarios son, aún, esforzados hijos; menos mal que hay una parte donde su opinión respecto del oscuro rorro mejora considerablemente: «Cuando al venir de la calle ―escribe―, aterido de frío, me arrimo a la cocina en un día de invierno te doy gracias Señor, por esta criatura».)

 

El segundo es «Oración ante un padre», publicado en el nº 19 (marzo de 1962). ¿Se trata de una sencilla e inocente reflexión en torno a la santidad? Antes de comentar, hete aquí un pequeño resumen de copio y pego: «La tarde está espléndida. Hoy no me pierdo el paseo. Además es jueves; los jueves los niños no tienen clase… En la plaza me encuentro a Antonio que viene de la mina… Antonio es el padre de Juanito… Le echo una mirada para ver si me sirve. Para la idea de la oración… Me preocupa un poco el tema de la revista… Tengo… ganas de salir al sol… ¿Qué camino? Mejor el del Valle… El sol se nubla un poco… Vuelta con la oración. Y todo por culpa del sol que se nubla y de este marzo endiablado. Ellos han traído a mi mente ese torbellino de ideas… Dialogo conmigo… No voy a perder el tiempo. Antonio no me sirve para el artículo… El pantalón sucio, la chaqueta remendada y la cara llena de carbón… Quién se pone a rezar ante un santo así… Canto… Oración se hace delante de los santos… Antonio no es un santo… San Pablo no diría lo mismo. Él llamaba, a los bautizados, santos… Estáis acostumbrados a hacer oración delante de los santos de cartón-piedra… La oración se hace tranquilamente en el templo y no en el paseo del jueves ante un minero. ¿Es que el mundo no es el templo de Dios? ¿Es que Antonio no es templo de Dios vivo? ¿O es que tú no lees a San Pablo que dice: “no sabéis que sois templos de Dios”?… Elijo la idea»... Veamos. Creo que nuestro cura se hace trampas en su particular soliloquio por el camino del cementerio. Su trajín mental es ficticio, una tapadera; ya conoce la solución: «Antonio, obrero, padre de Juanito, santo… me sirve para hacer oración». Se le notan incontenibles ganas de ponerse al día y reducir liturgias, de quitar misterio a lo sagrado.

 

El tercero ―donde la firma ya no es «V. Berzosa» en la cabeza del escrito, sino un «V.B.» de incógnito al final― se publica en el nº 20 (abril de 1962); «Juanito conjuga el verbo sufrir» es su título. [...]

Llegamos al cuarto en el nº 31 (marzo de 1963), con un escrito titulado «Solo»; sin firma, pero a mi entender su autor es don Victorino, por tema y estilo. [...]

El quinto en el nº 44 (abril de 1964), donde tenemos a «Mostaza» por vez primera en «Carta a un escritor». [...]

El sexto en el nº 45 (mayo/1964), «Bachiller para chicas», un artículo donde tímidamente roza el tema de la liberación de la mujer. [...]

En el séptimo protagoniza un raro debate sobre «La Natalidad» ―números 49 (septiembre de 1964) y 50 (octubre de 1964)―, cuando las familias numerosas son lo habitual. [...]

El octavo ―mitad de dieciséis― lleva por título «Curas progresistas», en el nº 53 (enero de 1965). [...]

 

(Queda rellenar los corchetes para otro día...)







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