De
lo que ya se fue por la sangradura, quisiera evocar la noche de San Miguel del año 1973, cuando inicié mi travesía ―que duró tres cursos― por el lodo
coruñés. Son lances que reverdecen injertados en el ahora. Salí de León hacia las dos de la madrugada, en
el Expreso que venía de Hendaya; llegué
a mi destino fuera de horario y fuera de mí. En arribando el convoy a la
estación, lo primero que hice fue buscar los vagones de La Coruña ―venían también los de Vigo― y una vez a bordo, husmear
un camarote reposado. Esto último no era sencillo: los ocupantes dormían a
pierna suelta ―o lo simulaban― y no querían intrusos (en campo yermo no brotan
simpatías: «no hay caridad ni nunca la ha
habido, ni nunca la habrá» (3); en tierra de nadie, pies de plomo). Gracias
a Dios abrí la portezuela de un compartimento en que sus ocupantes no
protestaron demasiado y pude acomodarme, ya que había plazas libres. De una
circunstancia me di cuenta enseguida: un buen porcentaje de los viajeros éramos
estudiantes, cojeábamos del mismo pie; pero no todos de idéntico modo. Por
serme familiar su cojera, conecté con dos o tres compañeros de viaje, que
fueron buenos amigos hasta que concluimos el COU; y corté, haciendo mutis,
cuando se trataba de cojos raros a mi entender. Salvo la inesperada retención
de unas tres horas en San Miguel de las
Dueñas ―que al estar en fiestas me trajo a la cholla el pueblo mío― no hubo
nada reseñable: diríase que se trató de un episodio intrascendente, ni pesado
ni dramático. Aunque no del todo. Desgraciadamente, al llegar me vi golpeado
por un «cambio climático» imprevisto:
de rebato, el peso del aire sobre mi cabeza era superior a lo acostumbrado en
las montañas gordonesas, y la humedad ―ruina de huesos y articulaciones― me
despertó la escoliosis y la lesión cervical, que ya entonces sin saberlo
padecía. Me hicieron añicos las susodichas variables del clima. Cuando bajé del
tren, sentía un fuerte dolor intercostal que afectaba mi lado izquierdo, con
mano zurda hecha un jirón, y estaba mareado como un trompo: a mi alrededor todo
daba vueltas; ni siquiera pude ver la vía muerta, finiquitada. Con equipaje
hasta la coronilla cual burro de carga, proseguí a tientas, pegado al retintín
de quienes me precedían en la espontánea ristra de futuribles. Finalmente, pude
subir a uno de los autocares que nos habían puesto rumbo a la Universidad
Laboral «Crucero Baleares».
Sobre
mi estancia en Galicia, quedo en el punto anterior; abandono momentáneamente lo
que será materia para otro escrito. Y ahora, sin más, retrocedo en el
calendario: me voy al 27/09/1973, a
las cinco de la tarde, una hora en que la ignorancia sale de su nido y Eolo se lleva los algodones del cielo.
En aquel instante, sentado en la barandilla del colegio «Santa Bárbara» me
abanicaba de vientos. Mirando la Peña el
Castro, embelesado, hacía cábalas sobre las vueltas y revueltas que daría
mi persona, poniéndome lustros y medallas como quien se pone un cucurucho en la
cocorota, sin conciencia de caídas, mermas ni malas compañías o pésimos
consejeros. Asimismo, en aquel instante, me dediqué a reestructurar mi credo
mientras imaginaba el crucifijo de mi habitación, con ese dios más fuerte que
todos mis problemas juntos. No sabía de nada y creía ser Aristóteles, con «dieciséis años» (4) recién cumplidos y
las orejas infectadas de sonsonetes. ¿Qué podía entender? Ciertamente poca
cosa. Sin embargo, en tales fechas un servidor era diestro habitando soledades
y casas sin aire, y ganando el «pan
migao», y por supuesto preparando maletas. Maletas ¡sin ruedas!, que a
pulso he llevado tantos «días sin vida»
por caminos de hierro.
¿Sería
mi existencia tal y como la soñaba en aquel instante? No, porque nunca he sido
adivino; y además, «¿quién sabe lo que conviene al hombre durante los días
contados de su vano vivir, que él los vive como una sombra?» (5). Y como yerta
sombra he vivido desde aquella tarde: hibernando en una cápsula de rutinas. Y
es hoy que ha despertado el durmiente (6)
―un servidor―, medio siglo después, y ha visto un mundo que no le agrada, una
realidad que no es sino purgatorio reflejado en negros espejos, ante lo cual
únicamente cabe seguir llenando el magín de sencillas remembranzas, tiernas y
amables, de luz. Hete aquí un ejemplo:
Cuando
inicié 7º de Primaria ―un año más, el tercero, en la clase de don Gregorio― sucedió un imprevisto: el
genio de mis entelequias echó sus dados y sacó mi número. Era mi ocasión.
¿Instituto? ¡Instituto! Y al son de músicas seráficas ―cual ministrín sin
cartera― marché hacia el colegio de Santa Lucía. Me recibieron don Feliciano y el señor Domingo, quienes entregándome libros y algunos cuadernos
me situaron en la clase de 1º, donde mis ya casi condiscípulos tanteaban las
Ciencias Naturales, con don Carlos;
era la segunda hora ―la tercera y última sería Francés, con doña Cecilia―. Horas tontas, horas en
que mi universo era oír, ver y callar mirando, con el rabillo del ojo
izquierdo, las vagonetas del plano inclinado: almas de metal que subían los
desechos al cielo y bajaban los vacíos a la tierra, besando con sus ruedas los
coruscantes raíles, produciendo una música extraña, un quejido periódico,
discreto, agridulce.
Hacer
caricatura del pasado no me gusta; rasgar el hábito adquirido, renegar de lo
que soy por razón de una etapa gris que me tocó en suerte, mucho menos. Es
anhelo mío, desde que nací, conformar el ánimo con lo vivido. Algunos tachan de
ridículos determinados usos y costumbres del ayer: decir al respecto que todas
las épocas tienen componentes risibles, fachosos, chuscos; si el «franquismo»
los tuvo, con mayor claridad se manifiestan en el «sanchecismo» (7), por muchos
velos y votos que pongan para ocultar lo evidente. La deslealtad, el engaño y
la violencia son hoy el pan nuestro de cada día. Menos respeto a la vida humana
y sentido del humor, este presente lleva de todo en la talega. Que nada espere sino
desolación, quien se avergüenza de los suyos y aleja de su seso la hoja de
parra que sus padres le han dado.
Huyendo de enemigos
cazadores,
una cierva ligera
siente, ya fatigada en
la carrera,
más cercanos los perros
y ojeadores.
No viendo la infeliz algún
seguro
y vecino paraje
de gruta o de ramaje
crece su timidez, crece
su apuro.
Al fin, sacando fuerzas
de flaqueza,
continúa la fuga
presurosa;
halla al paso una viña
muy frondosa,
y en lo espeso se
oculta con presteza.
Cambia el susto y pesar
en alegría
viéndose en paz y a
salvo en tan buen hora:
olvida el bien, y de su
defensora
los verdes y anchos
pámpanos comía.
Mas ¡ay! que de esta
suerte,
quitándose las hojas de
delante,
abrió puerta a la
flecha penetrante
y el listo cazador le
dio la muerte.
Castigó con la pena
merecida
el justo cielo a
aquella cierva ingrata. (8)
(1) Página 33 de la
revista Hornaguera nº 64, diciembre
de 1965.
(2) Eclesiastés 3: 15-16, en la Biblia de
Jerusalén.
(3) En la película «Plácido», de Berlanga, frase del
villancico final.
(4) Canción de 1973,
compuesta por Danny Daniel e
interpretada por él mismo; aunque fue Julio
Iglesias quien verdaderamente la hizo grande.
(5) Eclesiastés 6: 12-13, en la Biblia de
Jerusalén.
(6) Cfr. «Cuando el durmiente despierte».
Distopía de H. G. Wells en que se
basó Woody Allen para su película.
(7) Llamo al orden
sobre un error a la hora de formar palabras por derivación: de César es
«cesarismo»; de Pujol, «pujolismo»; de Puigdemón, «puigdemonismo»; luego de
Sánchez, «sanchecismo», no «sanchismo»
(Sancho era buen español y «filósofo de la sensatez»).
(8) «La cierva y las viñas», en la página
91 de «Fábulas de Samaniego». Editorial
Everest, 1971.
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