domingo, 14 de enero de 2024

Cápsula de rutinas

 


Con una imagen interior del cine «Emilia» (1), un fotograma de «El dormilón» ―película de Woody Allen estrenada en España el 09/12/1974― y el rostro imberbe que a un servidor le concedía la naturaleza en aquella temporada, me las he compuesto para la primera carilla de 2024, año infortunado y mustio del que nada virtuoso conjeturo: es bisiesto y llega zombi. Por ende, no serán sus doce meses de altos vuelos sino de rastreros cambalaches y togas embarradas, o tal vez peor. Si bien la suma de sus cifras es 8 ―atractivo número se mire como se mire―, lo mismo sumaban las de 1934 (para muchos el primer capítulo de nuestra Guerra Civil en el pasado siglo). Sea como fuere, «lo que es, ya antes fue; lo que será, ya es» (2).

 

De lo que ya se fue por la sangradura, quisiera evocar la noche de San Miguel del año 1973, cuando inicié mi travesía ―que duró tres cursos― por el lodo coruñés. Son lances que reverdecen injertados en el ahora. Salí de León hacia las dos de la madrugada, en el Expreso que venía de Hendaya; llegué a mi destino fuera de horario y fuera de mí. En arribando el convoy a la estación, lo primero que hice fue buscar los vagones de La Coruña ―venían también los de Vigo― y una vez a bordo, husmear un camarote reposado. Esto último no era sencillo: los ocupantes dormían a pierna suelta ―o lo simulaban― y no querían intrusos (en campo yermo no brotan simpatías: «no hay caridad ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá» (3); en tierra de nadie, pies de plomo). Gracias a Dios abrí la portezuela de un compartimento en que sus ocupantes no protestaron demasiado y pude acomodarme, ya que había plazas libres. De una circunstancia me di cuenta enseguida: un buen porcentaje de los viajeros éramos estudiantes, cojeábamos del mismo pie; pero no todos de idéntico modo. Por serme familiar su cojera, conecté con dos o tres compañeros de viaje, que fueron buenos amigos hasta que concluimos el COU; y corté, haciendo mutis, cuando se trataba de cojos raros a mi entender. Salvo la inesperada retención de unas tres horas en San Miguel de las Dueñas ―que al estar en fiestas me trajo a la cholla el pueblo mío― no hubo nada reseñable: diríase que se trató de un episodio intrascendente, ni pesado ni dramático. Aunque no del todo. Desgraciadamente, al llegar me vi golpeado por un «cambio climático» imprevisto: de rebato, el peso del aire sobre mi cabeza era superior a lo acostumbrado en las montañas gordonesas, y la humedad ―ruina de huesos y articulaciones― me despertó la escoliosis y la lesión cervical, que ya entonces sin saberlo padecía. Me hicieron añicos las susodichas variables del clima. Cuando bajé del tren, sentía un fuerte dolor intercostal que afectaba mi lado izquierdo, con mano zurda hecha un jirón, y estaba mareado como un trompo: a mi alrededor todo daba vueltas; ni siquiera pude ver la vía muerta, finiquitada. Con equipaje hasta la coronilla cual burro de carga, proseguí a tientas, pegado al retintín de quienes me precedían en la espontánea ristra de futuribles. Finalmente, pude subir a uno de los autocares que nos habían puesto rumbo a la Universidad Laboral «Crucero Baleares».

 

Sobre mi estancia en Galicia, quedo en el punto anterior; abandono momentáneamente lo que será materia para otro escrito. Y ahora, sin más, retrocedo en el calendario: me voy al 27/09/1973, a las cinco de la tarde, una hora en que la ignorancia sale de su nido y Eolo se lleva los algodones del cielo. En aquel instante, sentado en la barandilla del colegio «Santa Bárbara» me abanicaba de vientos. Mirando la Peña el Castro, embelesado, hacía cábalas sobre las vueltas y revueltas que daría mi persona, poniéndome lustros y medallas como quien se pone un cucurucho en la cocorota, sin conciencia de caídas, mermas ni malas compañías o pésimos consejeros. Asimismo, en aquel instante, me dediqué a reestructurar mi credo mientras imaginaba el crucifijo de mi habitación, con ese dios más fuerte que todos mis problemas juntos. No sabía de nada y creía ser Aristóteles, con «dieciséis años» (4) recién cumplidos y las orejas infectadas de sonsonetes. ¿Qué podía entender? Ciertamente poca cosa. Sin embargo, en tales fechas un servidor era diestro habitando soledades y casas sin aire, y ganando el «pan migao», y por supuesto preparando maletas. Maletas ¡sin ruedas!, que a pulso he llevado tantos «días sin vida» por caminos de hierro.

 

¿Sería mi existencia tal y como la soñaba en aquel instante? No, porque nunca he sido adivino; y además, «¿quién sabe lo que conviene al hombre durante los días contados de su vano vivir, que él los vive como una sombra?» (5). Y como yerta sombra he vivido desde aquella tarde: hibernando en una cápsula de rutinas. Y es hoy que ha despertado el durmiente (6) ―un servidor―, medio siglo después, y ha visto un mundo que no le agrada, una realidad que no es sino purgatorio reflejado en negros espejos, ante lo cual únicamente cabe seguir llenando el magín de sencillas remembranzas, tiernas y amables, de luz. Hete aquí un ejemplo:

 

Cuando inicié 7º de Primaria ―un año más, el tercero, en la clase de don Gregorio― sucedió un imprevisto: el genio de mis entelequias echó sus dados y sacó mi número. Era mi ocasión. ¿Instituto? ¡Instituto! Y al son de músicas seráficas ―cual ministrín sin cartera― marché hacia el colegio de Santa Lucía. Me recibieron don Feliciano y el señor Domingo, quienes entregándome libros y algunos cuadernos me situaron en la clase de 1º, donde mis ya casi condiscípulos tanteaban las Ciencias Naturales, con don Carlos; era la segunda hora ―la tercera y última sería Francés, con doña Cecilia―. Horas tontas, horas en que mi universo era oír, ver y callar mirando, con el rabillo del ojo izquierdo, las vagonetas del plano inclinado: almas de metal que subían los desechos al cielo y bajaban los vacíos a la tierra, besando con sus ruedas los coruscantes raíles, produciendo una música extraña, un quejido periódico, discreto, agridulce.

 

Hacer caricatura del pasado no me gusta; rasgar el hábito adquirido, renegar de lo que soy por razón de una etapa gris que me tocó en suerte, mucho menos. Es anhelo mío, desde que nací, conformar el ánimo con lo vivido. Algunos tachan de ridículos determinados usos y costumbres del ayer: decir al respecto que todas las épocas tienen componentes risibles, fachosos, chuscos; si el «franquismo» los tuvo, con mayor claridad se manifiestan en el «sanchecismo» (7), por muchos velos y votos que pongan para ocultar lo evidente. La deslealtad, el engaño y la violencia son hoy el pan nuestro de cada día. Menos respeto a la vida humana y sentido del humor, este presente lleva de todo en la talega. Que nada espere sino desolación, quien se avergüenza de los suyos y aleja de su seso la hoja de parra que sus padres le han dado.

 

Huyendo de enemigos cazadores,

una cierva ligera

siente, ya fatigada en la carrera,

más cercanos los perros y ojeadores.

 

No viendo la infeliz algún seguro

y vecino paraje

de gruta o de ramaje

crece su timidez, crece su apuro.

 

Al fin, sacando fuerzas de flaqueza,

continúa la fuga presurosa;

halla al paso una viña muy frondosa,

y en lo espeso se oculta con presteza.

 

Cambia el susto y pesar en alegría

viéndose en paz y a salvo en tan buen hora:

olvida el bien, y de su defensora

los verdes y anchos pámpanos comía.

 

Mas ¡ay! que de esta suerte,

quitándose las hojas de delante,

abrió puerta a la flecha penetrante

y el listo cazador le dio la muerte.

Castigó con la pena merecida

el justo cielo a aquella cierva ingrata. (8)

 

 

 

 

(1) Página 33 de la revista Hornaguera nº 64, diciembre de 1965.

(2) Eclesiastés 3: 15-16, en la Biblia de Jerusalén.

(3) En la película «Plácido», de Berlanga, frase del villancico final.

(4) Canción de 1973, compuesta por Danny Daniel e interpretada por él mismo; aunque fue Julio Iglesias quien verdaderamente la hizo grande.

(5) Eclesiastés 6: 12-13, en la Biblia de Jerusalén.

(6) Cfr. «Cuando el durmiente despierte». Distopía de H. G. Wells en que se basó Woody Allen para su película.

(7) Llamo al orden sobre un error a la hora de formar palabras por derivación: de César es «cesarismo»; de Pujol, «pujolismo»; de Puigdemón, «puigdemonismo»; luego de Sánchez, «sanchecismo», no «sanchismo» (Sancho era buen español y «filósofo de la sensatez»).

(8) «La cierva y las viñas», en la página 91 de «Fábulas de Samaniego». Editorial Everest, 1971.

 

 


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