domingo, 10 de septiembre de 2023

Dieciocho de julio de 1957


 

Dieciocho de julio de 1957. Mis padres, mis hermanos, y un servidor esperando al treinta de agosto. Son las Fiestas de Santa Lucía. La foto es obra de García (no puedo asegurarlo porque no tengo en mis manos la de papel para comprobar el sello). Han pasado sesenta y seis julios desde aquella jornada festiva; de todos ellos podría contar muchas cosas, pero cuando el humor sea propicio. Ahora que veo a España en la desembocadura ―donde se la tragará el mar con sus grandes tragaderas, si nadie pone remedio―, lo que mi antojo demanda es comentar el presente julio, tan plagado de malos augurios. Aunque afortunadamente se agosta.

Rompen aguas las urnas: renace Babel. ¡No hay dos sin tres!

Tabarra nos has dado, Julito, aun sin la cigarra. ¿Duermes al fin, «Quintilis»? ¡Duerme y nunca despiertes! Antaño viste nacer a Julio César: veintitrés puñaladas; hogaño, un veintitrés, nos dejas boquiabiertos, sandios, pasmaos, y te vas a dormir la modorra como si no fuera contigo. Si bien es verdad que los sueños nunca se cumplen, jamás esperamos que se conviertan en la peor de nuestras pesadillas. «¡Oh raciocinio! ¡Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la razón!» (1)

¿Alguien ha volado sobre el nido del cuco? Cuando en vez de vástagos tenemos embrollos anímicos y mascotas; cuando seguimos a Eolo, ese amo de la tierra voluble e inconstante; cuando el sabihondo de turno se pone guantes de cetrería para leer y saludar; cuando transitamos por andurriales ideológicos que no son sino guiñapos, gurripatos, monsergas de monosabio; cuando la cosa pública nos acogota y oprime, nos suprime y desecha, quiere decir que somos hierbajos, hojas secas en la hoguera.

«Contemplad las flores en el atardecer, cuando al sol poniente se van cerrando unas tras otras. Una desazón, un sentimiento de misteriosa angustia invade el ánimo ante esa existencia ciega, somnolienta, adherida a la tierra. La selva muda, los prados silenciosos, aquel matorral y esta rama, no pueden erguirse por sí solos. El viento es quien juguetea con ellos.» (3)

¿Todo es susceptible de empeorar en este manicomio? Seguramente, pues, al albur del más ladino quedan «los dados de Dios». «¡Ahora, prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en pie! ¡Toma el curso que quieras!» (4)

Sin embargo, ¿dónde hallamos escrito que no tiene salida este laberinto en que morimos suicidados? Estamos ante una circunstancia que tiene diez lustros, no ante una verdad de siglos. Los modernos Jeremías mienten maliciosamente: hay un túnel ―no tormentoso sino amigo― que nos conducirá de las dulces y empalagosas cadenas en que malvivimos a la luz, al encuentro del espíritu abandonado, a las lecciones olvidadas:


El hambre y el despilfarro. (5)

Desgreñada, corría el Hambre por una aldea en busca de un hogar donde sentarse. Asomóse por la rendija de una puerta y vio dentro ocupada la familia en sus quehaceres habituales. El orden más perfecto presidía en todo.
―Aquí no quepo ―dijo con indignación, y echó a correr como alma que lleva el diablo.
Sintió en la casa próxima el martilleo de un herrero, y pasó de largo diciendo:
―¡Maldición! El hambre no tiene entrada donde los hombres trabajan.
Se paró delante de una casa pobre; allí se encontró con que sujetaban los gastos a la más estricta economía, y huyó al instante.
En esto divisó un caserón en el que había dinero; pero donde reinaban la holganza y el despilfarro.
―Ya encontré lo que buscaba ―dijo, acurrucándose y entrando―. Pronto me instalaré triunfante en esta casa.
Y así fue que el despilfarro trajo el malvender, las deudas y la miseria; asentó el Hambre en el hogar sus reales, y todo fue ya en la casa desesperación y lágrimas.
―¿Quién ha traído el Hambre aquí? ―se preguntaban sollozando.
―Vosotros mismos ―contestó el Hambre―. Cada real que malgastabais era un aviso que corría a pedirme que viniera. ¿Por ventura ignorabais que el Despilfarro es mi padre?


Los clavos del madero. (6)

Un padre entregó a su hijo un puñado de clavos para que fuera clavándolos sucesivamente en un madero por cada mala acción que cometiera. A los pocos días se le presentó su hijo avergonzado.
―No me queda por clavar ninguno.
―Pues, hijo mío, he ahí tus faltas; arrepiéntete de ellas y ve de corregirte. Ahora, por cada buena acción que hagas, tómate el trabajo de arrancar un clavo.
Cuando hubo concluido, corrió a decirle al padre:
―Ahí están todos los clavos.
―Mira ―dijo el padre entonces―; has procedido bien, y me complazco de ello; pero aunque arrancaste los clavos, quedan siempre las señales. 


Mi alma está llena de inmarcesibles cicatrices. He vivido entre paréntesis, he cumplido años sin importarme de qué manera y ahora, cuando está próxima la caída, busco una rama fiable de la que asirme. Pensaba que mi escarcela de ojerizas bastaría; pero me doy cuenta que no: no me sirve. Ana María Matute se pregunta, en «La trampa», por qué se marchita el odio. En la misma novela dice lo siguiente: «Su gesto despectivo se volvió simple tristeza». Puede que sea éste el secreto, la razón de que mi odio se agostara. ¿Insinúa que odiar no es prótesis que resista el paso del tiempo, ya que la pena ―castigo― por todas nuestras deserciones, injusticias y violencias, tarde o temprano llega y, por tanto, sólo cabe la compasión? «La vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter», decía Dilthey.

Soy viejo y lo sé, viejo del todo; ni tercera edad ni otoño florido: escama y zozobra. Soy el ayer que ya pasó, que ya es polvo, que ya es historia. Y todos los días, cuando el gallo de mi mesita canta y se quiebra la noche, y las primeras luces asoman por mi cerebro, busco el condumio en un desvencijado canastillo de cerezas, del que picoteo caprichosamente para que las conjeturas de lo vivido me vengan encadenadas y me sujeten ―una jornada más― a la vidorria esta en este lapso infame. Mas siento empacho a veces, pues no dejo de sufrir el mortífero retortijón de tanto esfuerzo con fruto amargo, que me corroe y dibuja en mi semblante una sonrisa de pesar. Sea como fuere, lo considero infinitamente mejor que la virulenta estulticia en que nos hallamos inmersos.


«Mientras hablábamos, la noche ha condensado sus tinieblas, y la naturaleza debe obedecer a la necesidad. La satisfaremos mezquinamente con un breve reposo. ¿No hay más que decir?» (7)





(1), (2), (4) y (7), «Julio César», de Shakespeare.
(3), «La decadencia de Occidente», de Oswald Spengler.
(5) y (6), «Lecturas de Oro», de Ezequiel Solana.

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