domingo, 10 de septiembre de 2023

Agosto de 1967

Agosto de 1967, muy cerca de la Peña Colorada, cuando todo el monte nos parecía orégano y el té de roca era singular remedio para molestias del baúl; calzábamos por entonces playeras Keds, y el calor no era una ola ni efecto sañudo de cambios climáticos sino rutina veraniega para freír el rostro, endulzar el mosto y hacer el tonto llenando el botijo ―gota a gota― en la fuente de las Nieves. Cuando agosto venía soleado y brillante nos ponía de buen talante, pero con pocas ganas de trabajar: no queríamos ir a por leña al Faedo ni sacar agua del pozo. Mas, ¡qué remedio! Nos apretaba la necesidad y nos retenía el truco del miedo, guardián de la viña. Y así, pringábamos el estío pujando sacos de astillas, hierba para los conejos y barriendo gallinaza, o regando la huerta, pues en agosto es obligado, llueva o no llueva. Pero no todo eran ataduras: cuando Apolo buscaba su nido tras el picacho del repetidor, a eso de las siete de la tarde, jugábamos el habitual partidillo en la plaza ―la de los coches de choque y el teatro Lara Yuki, la que tristemente murió en 1970―. ¡Cuántos goles, pateos y coceduras! El equipo de la orilla del río contra el de la carreterina; los de Correas contra los de Santos; barrio contra barrio; furibunda pelotera. Veranillos desecados, enjutos, leñeros.

 

Sin cambiar de año vuelo a marzo. En dicho mes, y en el festival de Eurovisión, Raphael hablaba del amor ―una vez más― cantando como nadie una de las estrofas más abracadabrantes de nuestra música Pop: «¿Qué nos importa?, ¿qué nos importa? / Aquella gente que mira la tierra / y no ve más que tierra. / ¿Qué nos importa?, ¿qué nos importa? / Toda esa gente que viene y que va por el mundo / sin ver... La realidad.» Desgraciadamente no pudo el de Linares ―ni el bolígrafo mágico de Manuel Alejandro― cambiar nuestro destino: los ingleses ganaron la partida con una melodía ―«Marionetas en la cuerda»― pueril e insípida. Hasta el año siguiente no hubo milagro.

 

Y hablando de milagros y mentes prodigiosas, voy a comentar un hecho portentoso de la cosa pública. En el mundillo de la política, lo más relevante que se tejió en 1967 lleva nombre propio: Ley Orgánica del Estado, fundamento de lo que don Torcuato Fernández Miranda llamará «de la ley a la ley» en 1977, trayendo ―bajo la chistera de los Estados Unidos― una democracia cojitranca y ensombrecida desde sus inicios por los de las pistolas, hoy «príncipes de la paz» y principales del «Bloque progresista», los que con prisa nos abisman. Señalar, por otro lado, que durante aquel lapso no era fácil ver socialistas ni separatistas; comunistas, sí, pues los veíamos hasta en la sopa. Era mi padre un camarada de tantos, aunque no excesivamente integrado en el partido carrillista; probablemente fuera sólo un simpatizante dispuesto a todo, un perdedor cargado de inquietudes y cargado de hijos, un cándido volteriano creyendo en el mejor de los mundos posibles: un futuro a la sombra de la hoz y el martillo. Algo recuerdo de aquel lance chusco y patituerto. Con el liderazgo del grupo gordonés de curas-obrero ―compuesto principalmente por los párrocos de Ciñera, Santa Lucía y Vega, y por el director del colegio Santa Bárbara― se organizó la Hermandad, con sede en Santa Lucía y con una insignia muy airosa, que mi padre asía de su chaqueta domingos y fiestas de guardar. Recuerdo que le pregunté ―con la boca pequeña― por el significado de aquel distintivo, pues no conseguía encajarlo en mi quisquillosa sesera. Por supuesto, no me contestó. Debió de pensar que servidor era un metomentodo, un abogado de secano algo lelo, un terco encanijado; y tal vez no le faltara razón, visto lo visto en el desenvolvimiento de mis quehaceres y proyectos vitales. Con todo, a día de hoy sigo pensando que preguntar no hace daño.

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