Amanece. Corre cachazuda la mañana sobre
caminos de bestia, se arrastra de agujero en agujero, y un timorato sol, a
escondidas, se atreve por fin a levantar el vuelo. Las cucarachas se han ido a
dormir empujadas por la tenue luz. Ya sonó la sirena de las ocho; ya, los
trabajos caen sobre las horas. La casa despierta. En el fogón, una botella de
leche "Aly" recién despojada de su chapa; sobre la mesa cubierta de
hule, tazones gigantes llenos de trocitos de pan; un cazo al fuego refunfuña
levemente. Presto ha llegado la brega. Con el albor de las voces andas derecho
y te levantas deprisa. Con hambre. (Te habían castigado la noche anterior -a la
cama y sin cenar-; en tu habitación, cubriéndote la cara porque no querías ver
la oscuridad, rezaste un “Jesusito de mi vida”, escuchado atentamente desde su
cruz por el compañero mudo, siempre atento y comprensivo; después, mirando los
hilos de luz en el techo y las estrellas que nacen al frotar los ojos, te
dormiste.) Deprisa te vistes, deprisa te lavas manos y cara, deprisa y corriendo te peinas el flequillo. Clavado ya en el sitio
–tuyo- acaricias un tazón; le añades café soluble y –despacio- leche bien caliente.
Ves cómo se ablandan los trocitos de hogaza. Coges la cuchara con tu mano zurda
y la colmas –una y otra vez- de zurda esperanza; la besas con tu cándida boca
de chiquillo enmarañado. ¡Qué rico el pan migao!
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