Con un fotograma del film «Almas de metal» —ópera prima de Michael Crichton estrenada en el año que me ocupa, 1973— y una imagen de un servidor —la de siempre, pues no hay otra de tal periodo en mi «baúl de los recuerdos»— he cocinado este potaje «fiebreril». En el mismo, desde una modesta estoa de «Westworld» contemplo la justa entre robot y ser humano (duelo que a día de hoy va ganando el primero, la mal llamada «inteligencia artificial», esa campanuda «estultosfera» de unos y ceros a la izquierda).
Por la exosfera constitucional anda infecto de prisa el «sanchecismo»; durmiendo está en alguna galaxia babiana «Sensatez». ¿No hay despertar posible? Tal vez no; aunque «siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas» (1). Lamentablemente, hogaño son legión las sartenes que dicen a los cazos: «¡Apártate que me tiznas!»; son legión los puentes sin fundamento, que de melindrosas filípicas y ponzoñas llenan la corriente; son legión los «maestros ciruela», que levantan pomposas escuelas para enseñar humanitarismo sostenible a cualquier héroe de antaño; y son legión —«como no podía ser de otra manera»— las «emperimetradas vice-algo», que atiborran de pizpiretas sus actuaciones en el reino de la verdad necesaria, «florido pensil» de sapos y «brotes verdes», limbo desflorado do suelen adormilar la sesera.
En tal edén «progresista» malvivo encadenado al surco cual lechuga perecedera, dormitando a todas horas, mascullando a veces trabalenguas semejantes a otros que aprendí en el «Parvulito de Álvarez» (con doña Pili). Particularmente uno anega de acíbar mi ánimo. Dice así: «España está enmarañada. ¿Quién la desenmarañará? El desenmarañador que la desenmarañe, buen desenmarañador será». (¿Cuándo comenzó a echar raíces tal maraña? ¿Quizás con el asesinato de Carrero Blanco? ¿Acaso en 1957, cuando los Estados Unidos trajeron por la puerta grande, y por la de atrás, propósitos eugenésicos y suicidadores disfrazados de ayuda? ¿Cuánto de lejos anda el acabose?…) Paso las noches sobre ascuas, sin pegar ojo. A dos velas ojeo viejos papeles. Leo. En «La rosa y el capullo», Pedro J. Ramírez dice lo siguiente: «A lo largo de estos años hemos asistido a la ejecución de un plan sistemático, encaminado a controlar la totalidad de los resortes del Estado por parte del grupo de personajes que al amparo del carisma individual de Felipe González se habían asegurado previamente el dominio sobre el Partido Socialista. Al mismo tiempo que iba mejorando la situación económica —en sintonía con la del mundo occidental en su conjunto— disminuían también las garantías jurídicas de los ciudadanos y quedaban neutralizadas, una tras otra, las distintas instancias constitucionalmente encargadas de fiscalizar los actos del poder» (2). Veamos… Si lo anterior hace tilín, «ojo al dato»: el demonio anda suelto (un contubernio de perjuros enmarañadores tiene propósitos malandrines, rufianescos, malignos). Negras y tenebrosas mazmorras asoman la patita. Me pregunto si algún día volverá el sol donde nunca se ponía; mas, como nadie lo sabe, me contentaré con estas palabras: «Habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca» (3)
Me disgusta tanto drama e impostura. Mas, como no es de vientos de lo que ansío abanicarme, sino de cuitas y remembranzas, mando al tártaro la política y recupero el hilo de lo que parece será mi oficio «desde aquí para delante de Dios» (4). Nací solo y he pervivido solo, y solo bregaré hasta mi último aliento; «solo frente al sin sentido de la existencia, sin ser capaz, aunque quisiera, de hacerme a mí mismo inteligible a una sola alma» (5). Siendo lo anterior una realidad presente y pasada, no soy arisco ni zafio, sino celoso custodio de patrimonio sin par: «mi punto de vista». («Nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad» (6). «A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos» (7). Con ellos —y algún que otro libro— tengo más que suficiente para llegar a la última estación de mi particular éxodo, búsqueda o huida hacia delante. Con ellos —y algún que otro vetusto lance de mi pueblo, que se perdería sin remedio en los arrumbaderos del olvido— diré adiós.)
Se me hace difícil salir de mis esencias; si lo hiciera, sería inexorablemente para «contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera» (8). Se me hace difícil no escuchar el revuelo estival de aquellos vencejos en mi trozo de río. Se me hace difícil enmudecer, pues «soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas» (9). Pero sobre todo, se me hace difícil no recordar a una persona muy especial, cuya huella considero imborrable; un alma «como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal» (10), dulce, indulgente, comprensiva: la hna. Gonzala. Nunca olvidaré sus grandes ojos, sinceros y brillantes, que sabían mirar con ternura imperecedera; su voz afectuosa, pausada, de terciopelo; sus manos siempre acogedoras, de las que uno podía fiarse y dejarse llevar. Ella fue mi profesora de Ciencias Naturales en 2º Curso (1970/71); finalizado éste, no supe más sino hasta el verano de 1972, durante mi primer contrato estival en la HVL. Se le ocurrió entonces a don Samuel Llaneza destinarme como «pinche» al colegio y al hospital, y fue una bendición.
Recuerdo a la hna. Gonzala muy bien: su luz permanece aún en mi retina. En la mañana que nos vimos de nuevo, estaba ella en los jardines junto a la hna. Avelina (una monja muy anciana y muy cariñosa, que daba en llamarme «chico guapo». Me presenté y en seguida me reconoció, alegrándose muchísimo de verme. Ella fue quien, ya iniciado el curso 1972/73, me pidió llevar al mediodía la bolsa con la comida (que pesaba lo suyo) para las hermanas de la Escuela-taller de corte y confección, en Ciñera, donde la hna. Josefa era la encargada (una monja cuya sonrisa llenaba todos los vacíos). Acepté la tarea con gusto, sin remilgos ni aspavientos: su amistad y confianza significaban mucho para mí. Coincidimos por última vez en 1982, año crudo y crucial. No sé cuál es la razón, pero en este 2024 pienso en ella. Fue una mujer admirable, una luchadora que buscó en todo momento «la verdad en la vida y la vida en la verdad» (11).
Y despido ya este revoltijo, en torno al alma, con el cuento de «La lechera». ¿Por qué? Porque viene a cuento. Pensar en otra suerte y otros oficios que hubieran podido ser; pensar en otros números de «los dados de Dios», ha sido en mí verdadera obsesión. ¡Ay, si no hubiera despegado los pies del suelo! ¿Qué aires habría respirado? He sido un impaciente anhelando el bien futuro; un descarriado por causa de lecturas mal elegidas y peor digeridas. Perdí el rumbo. Perdí el cántaro, el aliento, la inspiración. Perdí el alma de cristal:
Llevaba en la cabeza
una lechera el cántaro al mercado,
con aquella presteza,
aquel aire sencillo, aquel agrado,
que va diciendo a todo el que advierte:
«¡Yo sí que estoy contenta con mi suerte!»
Porque no apetecía
más compañía que su pensamiento,
que alegre le ofrecía
inocentes ideas de contento.
Marchaba sola la infeliz lechera,
y decía entre sí de esta manera:
«Esta leche, vendida,
en limpio me dará tanto dinero;
y con esta partida
un canasto de huevos comprar quiero
para sacar cien pollos, que al estío
me rodeen cantando pío, pío.
»Del importe logrado
de tanto pollo, mercaré un cochino;
con bellotas, salvado,
berza y castaña, engordará sin tino,
tanto, que puede ser que yo consiga
el ver cómo le arrastra la barriga.
»Llevarélo al mercado,
sacaré de él, sin duda, buen dinero;
compraré de contado
una robusta vaca y un ternero
que salte y corra toda la campaña
desde el monte cercano a la cabaña.»
Con este pensamiento
enajenada, brinca de manera
que, a su salto violento,
el cántaro cayó: ¡Pobre lechera!
¡Qué compasión! ¡Adiós leche, dinero,
huevos, pollos, lechón, vaca y ternero!
¡Oh, loca fantasía,
que palacios fabricas en el viento!
Modera tu alegría
no sea que, saltando de contento,
al contemplar dichosa tu mudanza,
quiebre tu cantarillo la esperanza.
No seas ambiciosa
de mejor o más próspera fortuna,
que vivirás ansiosa
sin que pueda saciarte cosa alguna.
No anheles, impaciente, el bien futuro;
mira que ni el presente está seguro. (12)
(1) Página 219, tomo I. «Don Quijote de la Mancha», de Cervantes. Editorial RBA, 1994.
(2) En la página 11 de «La rosa y el capullo». Pedro J. Ramírez. Editorial Planeta,1989.
(4) Página 216, tomo I. Idem.
(5) En la página 104 de «Mi punto de vista». Kierkegaard. Sarpe, 1985)
(6) Página 208, tomo I. Idem.
(7) Poema de Lope de Vega. Internet.
(8) Página 210, tomo I. Idem.
(9) Página 230, tomo I. Idem.
(10) Página 7 de Las moradas_Teresa de Avila_Monte Carmelo. PDF. Internet
(11) Página 2, «Verdad y vida», Unamuno. PDF, Internet, Biblioteca Virtual Universal.
(12) «La lechera», páginas 45, 46 y 47 de «Fábulas de Samaniego». Editorial Everest, 1971.
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