Vueltas.
Siempre vueltas. Por más vueltas que le doy, querido compañero, no hallo razón,
causa ni culpable; acaso, el dios que habita el ALTO DEL CASTRO. Él se ha
puesto ahí tranquilote, grandote, sentadote, y me mira con su ojo
triangular desde las alturas del risco, a cuya sombra me han quemado tantas
horas de frío y viento del norte, de hielo y nieve. Él condenó al niño del pan
migao.
Trágico, sí; pero no hay fealdad en el drama vivido. Nunca. Hay
vueltas. Siempre vueltas.
Si
ver un crepúsculo bien vale las penas de la vida, qué o quién paga las mías;
pues, nacido y criado en un pueblo de las montañas, he visto muy pocos. Si el
aire cortante de las mañanas cenicientas troceó mi alma, qué o quién reunirá los
fragmentos perdidos a lo largo de tantas veredas.
Una vez, junto a la Peña El Castro, inicié un camino. En aquella época, mi
existencia se parecía mucho a la de Calimero: todo me preocupaba. Desde
octubre, la monotonía hosca y cruel, dueña de mis latidos, se tragaba los
pequeños placeres: se tragaba mi estrella. Bajo la sombra de aquella enorme
caliza fui estudiante, pinche, peón… Una vez fui niño y lo sentí desagradable,
y le rogué al tiempo que corriera veloz. Mas, hoy, cuando mi vivir es
soliloquio de otoño, digo: ¡cuánta belleza oculta, miedosa, flaca!
Fijando mi
atención en el dibujo de Don Mateo, especialista y maestro en el detalle, veo,
arriba, dos trazos pequeños, profundos y seguros: representan, el primero, un
pararrayos santo, protector; el segundo, la torreta del sube y baja. Veo una
media luna gigante sobre la tierra, oblicuamente rayada (como en el dibujo
técnico se hace con las sombras). Veo: algo así como la entrada de una mina,
que asoma tímidamente; y dos rectas oblicuas representando un plano inclinado,
por el que se desliza una vagoneta, exacta en su definición: ángulo recto por
arriba y agudo por abajo. (Una vagoneta, sólo una, porque, aun siendo pareja lo
que circulaba por aquellas vías, juntas, en la calle, muy poco se las veía: se
cruzaban casi en la boca del túnel; una entraba y otra salía. Si la que nos
dibuja nuestro profesor desciende, la otra ya entró en la roca y se dirige al
basculador que le sacará de las entrañas la fría piedra.) Y por último, a un
centímetro veo un rectángulo, esquema de alguna vieja construcción ya en desuso
por aquel entonces.
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