domingo, 8 de agosto de 2021

A 1´5 ptas. el kilo

 


       (Se levanta el día brumoso, turbio, nebuloso, harto.)

       Los amaneceres son lentos y escuálidos en el pueblo nuestro, como si al alba le costase abrir brecha. La oscuridad enmarañada cierra el paso, y aún entre las sombras de la noche rasga el aire una estridente sirena. Las ocho. Camina entumecido el sol; trae a cuestas su luz morronguera, que apenas es visible desde la poza enamorada del frío. Y tú, niño del pan migao, te levantas y andas. Solo. Vas camino de la escuela.

       En el Patronato te recibe doña Ilde, gritas y te castiga; con doña Pili tienes la mano zurda envuelta en un paño mientras endulza tu encabritada boca, corres por encima de las mesas en una ruidosa fiesta de obstáculos; con don Manuel sigues al dictado, escribes coma con sus cuatro letras, te alegras en el baile de los recientes usadores de la razón, zapateas una jota, te dan caramelos que compartes y al volver a casa machacan tu cabezota con el a mí qué me has traído. Con don Francisco estás ya en la planta baja, pegado al aula de los mayores, revisando manos y recitando a Soria. Con don Agustín la división no sale, dan tortas calentadas en el hablaste tú y el ya me sé que no eres acusica, tortas recién hechas con sabor a menta y a frescolín entabacado marca Jean; también hay un ventanuco, un pestillo y una vara, la milagrosa vara de golpeteo antiolor. Con don Santiago y su bata azul entizada de problemas, cuentas y dibujos en la pared pizarrosa, te atizan un bolazo de nieve en el ojo que te sabe a salchichón, tardas ocho segundos en los cincuenta metros lisos y saltas un metro de altura. Con don Juan, su látigo y la tristeza del aire turbio, siempre turbio. Y así llegas al 67/68 y al 68/69: don Gregorio, una historia sin historia sobre un plano inclinado.

       ¡Cuán duras e inoportunas son las piedras y el malvado azar, dueño y señor de todas las cosas! No es dicha secuenciar oscuras singladuras de una escuela que fue, sintiendo el corazón zumbando tras un pecho encanecido. Nada eres sino sombra. Guajín que tropieza y llora, y cae; guajín que tiembla de pies a cabeza y con presurosa lengua me repite al oído, sin olvidos ni compasión, las asperezas de una infancia gris. Con tu dolor haces que mis dedos tecleen lágrimas disueltas en el agua de las tres fuentes.

       Sí, tres son tres las fuentes en el país de las cenizas, ya cadáver. Brota de la fuente de las nieves un agua fresca y sabrosa, muy apta en el botijo pero acaso un poquitín gruesa y díscola para determinados paladares. Sus largas colas veraniegas rezuman dimes y diretes impregnados de noche. La fuente del pueblo viejo, poco frecuentada: quizás por su bebedizo insípido, vetusto, calenturiento. De la del piojo, perpetuamente pintada de musgos y líquenes, no puedo decirte a qué sabe lo que de allí mana, pues aunque la vemos nunca la bebemos. Se dice que no es potable por estar casada con el Bernesga; sin embargo, nos parece la más cantarina y juguetona, la más fuente de todas. Es la que vivía junto al trozo tuyo de río, charca oscura y malvada, prisión enamorada de tus pies: muy cerca del muro y sus vencejos, que algún día se irán para siempre; muy cerca de los zapateros, que andan sobre las aguas como Nuestro Señor Jesucristo; muy cerca de ti, que andas siempre cazando renacuajos.

       (Los esperas silenciosamente; los miras; lanzas veloz tu mano zurda. No siempre los atrapas y se te van como los veranos, en que ningún reloj te pertenece.)

       Viviendo cual mula ciega, no eres más que paniego en pringue arrastrando cadenas, regando esperanzas con sudor áspero, seco, estéril. ¿Es un placer hablar contigo, reconstruir el ayer, vestirlo con retales? Doy color al hogar parroquial dormido en el blanco y negro: Valta, el ping-pong de a dos pesetas a la semana, el butano de a peseta, los guateques, la bolera; orquesto el San Miguel y sus festejos septembrinos, aguados la mayoría, con risas de calamar en espejos rotos, barcazas columpio, tiovivos, coches de choque, tómbolas como la vida misma… ¿Para qué? Resulta inútil vagar como un paria por yugos y flechas y polvo, respirando silencios amarillos, rojos y azules ocultos en mi calavera. 

       Pero no te enfades. Ven conmigo hasta el final; mejor aún: pasemos de largo. Sigamos hasta Santa Lucía y, en la cuesta de San Roque, bailemos el vals de los escarabajos. Juguemos al corro de la patata.       

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