(Se levanta el día brumoso, turbio, nebuloso,
harto.)
Los
amaneceres son lentos y escuálidos en el pueblo nuestro, como si al alba le costase
abrir brecha. La oscuridad enmarañada cierra el paso, y aún entre las sombras
de la noche rasga el aire una estridente sirena. Las ocho. Camina entumecido el
sol; trae a cuestas su luz morronguera, que apenas es visible desde la poza
enamorada del frío. Y tú, niño del pan
migao, te levantas y andas. Solo. Vas camino de la escuela.
En
el Patronato te recibe doña Ilde, gritas y te castiga; con doña Pili tienes la
mano zurda envuelta en un paño mientras endulza tu encabritada boca, corres por
encima de las mesas en una ruidosa fiesta de obstáculos; con don Manuel sigues
al dictado, escribes coma con sus cuatro letras, te alegras en el baile de los
recientes usadores de la razón, zapateas una jota, te dan caramelos que compartes y al
volver a casa machacan tu cabezota con el a
mí qué me has traído. Con don Francisco estás ya en la planta baja, pegado
al aula de los mayores, revisando manos y recitando a Soria. Con don Agustín la
división no sale, dan tortas
calentadas en el hablaste tú y el ya me sé que no eres acusica, tortas
recién hechas con sabor a menta y a frescolín entabacado marca Jean;
también hay un ventanuco, un pestillo y una vara, la milagrosa vara de golpeteo
antiolor. Con don Santiago y su bata azul entizada de problemas, cuentas y
dibujos en la pared pizarrosa, te atizan un bolazo de nieve en el ojo que te sabe a
salchichón, tardas ocho segundos en los cincuenta metros lisos y saltas un
metro de altura. Con don Juan, su látigo y la tristeza del aire turbio, siempre
turbio. Y así llegas al 67/68 y al 68/69: don Gregorio, una historia sin
historia sobre un plano inclinado.
¡Cuán duras e inoportunas son las
piedras y el malvado azar, dueño y señor de todas las cosas! No es dicha
secuenciar oscuras singladuras de una escuela que fue, sintiendo el corazón
zumbando tras un pecho encanecido. Nada eres sino sombra. Guajín que tropieza y llora, y cae; guajín que tiembla de pies a cabeza y con presurosa lengua me repite al oído, sin olvidos ni compasión, las asperezas de una infancia gris. Con tu dolor haces que mis dedos tecleen lágrimas disueltas en el agua de las tres fuentes.
Sí,
tres son tres las fuentes en el país de las cenizas, ya cadáver. Brota de la
fuente de las nieves un agua fresca y sabrosa, muy apta en el botijo pero acaso
un poquitín gruesa y díscola para determinados paladares. Sus largas colas
veraniegas rezuman dimes y diretes impregnados de noche. La fuente del pueblo
viejo, poco frecuentada: quizás por su bebedizo insípido, vetusto,
calenturiento. De la del piojo, perpetuamente pintada de musgos y líquenes, no
puedo decirte a qué sabe lo que de allí mana, pues aunque la vemos nunca la
bebemos. Se dice que no es potable por estar casada con el Bernesga; sin
embargo, nos parece la más cantarina y juguetona, la más fuente de todas. Es la
que vivía junto al trozo tuyo de río, charca oscura y malvada, prisión enamorada
de tus pies: muy cerca del muro y sus vencejos, que algún día se irán para
siempre; muy cerca de los zapateros, que andan sobre las aguas como Nuestro
Señor Jesucristo; muy cerca de ti, que andas siempre cazando renacuajos.
(Los
esperas silenciosamente; los miras; lanzas veloz tu mano zurda. No siempre los
atrapas y se te van como los veranos,
en que ningún reloj te pertenece.)
Viviendo cual mula ciega, no eres más que paniego en pringue arrastrando cadenas, regando esperanzas con sudor áspero, seco, estéril. ¿Es un placer hablar contigo, reconstruir el ayer, vestirlo con retales? Doy color al hogar parroquial dormido en el blanco y negro: Valta, el ping-pong de a dos pesetas a la semana, el butano de a peseta, los guateques, la bolera; orquesto el San Miguel y sus festejos septembrinos, aguados la mayoría, con risas de calamar en espejos rotos, barcazas columpio, tiovivos, coches de choque, tómbolas como la vida misma… ¿Para qué? Resulta inútil vagar como un paria por yugos y flechas y polvo, respirando silencios amarillos, rojos y azules ocultos en mi calavera.
Pero no te enfades. Ven conmigo hasta el final; mejor aún: pasemos de largo. Sigamos hasta Santa
Lucía y, en la cuesta de San Roque, bailemos el vals de los escarabajos.
Juguemos al corro de la patata.
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